La motivación de la sentencia condenatoria y del veredicto del jurado y sus posibilidades de revisión - La Defensa

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Sección de Derecho Penal
XXIX Congreso Nacional de Derecho Procesal.
La motivación de la sentencia condenatoria y del veredicto del jurado y sus posibilidades de revisión
Ponencia general de Fernando Díaz Cantón.
 
 
1. Introducción.
 
Dos tesis doctorales recientes han abordado esta cuestión y le han dado enfoques divergentes, que merecen ser analizados. Una es la de Gustavo A. Herbel, titulada “Derecho del imputado a revisar su condena. Motivación del fallo y derecho al recurso a través de las garantías constitucionales”[1], defendida en la Universidad de Buenos Aires el 12 de diciembre de 2012 y calificada con “distinguido”. La otra es la de Andrés Harfuch, titulada “El veredicto del jurado”, defendida el 3 de mayo de 2017, también en la Universidad de Buenos Aires, y calificada como “sobresaliente” con recomendación de su publicación, aún inédita[2]. Ambas tratan, cada una a su manera, como tema central, la motivación del fallo o veredicto condenatorio y su control a través de las impugnaciones. El mero hecho de que dos tesis doctorales de dos prestigiosos profesores hayan afrontado este tema, en un tiempo donde el juicio por jurados se va poco a poco haciendo realidad en la Argentina, es una muestra del interés que el tema concita y de que, como yo creo, nos hallamos frente a un problema que merece ser discutido en este Congreso.
 
En esta ponencia analizaremos el abordaje de dicha cuestión por ambos autores y, entretanto, deslizaremos nuestras propias inquietudes y observaciones, intentando sumar algún aporte al debate y siempre en aras de coadyuvar a que rija entre nosotros el mejor sistema de enjuiciamiento penal posible, es decir el más eficiente para la realización de la ley sustantiva en pos del ideal de tutela de los bienes jurídicos fundamentales de las personas y de la comunidad, con el máximo respeto de las garantías individuales del debido proceso de las personas que, siendo imputadas o posibles víctimas del delito, deben soportar o padecer el poder penal del Estado.
 
 
2. La tesis de Herbel.
 
Herbel se refiere a la “motivación exhaustiva” del fallo condenatorio. ¿Por qué ha tenido que calificar el sustantivo motivación con el adjetivo “exhaustiva”? Cualquiera que lea su trabajo se dará cuenta que es por la misma razón por la cual los organismos internacionales y las Cortes de justicia de algunos países, entre ellos el nuestro, debieron agregar al sustantivo “revisión” por el tribunal superior el calificativo de “integral” o “plena” y por qué no, también exhaustiva. Y ello es porque no hay posibilidad de revisión integral si la motivación no es, también, integral. Toda la tesis de Herbel se orienta a definir, mediante un enfoque dogmático y analítico, los alcances, contornos y contenidos de la motivación y de su revisión, un binomio que no se comprende acabadamente si se analizan separadamente cada uno de sus términos como si fueran compartimentos estancos. En efecto, poco rinde hablar de motivación si no es en referencia al control, dado que un control exhaustivo que permita detectar todos y cada uno de los errores de juzgamiento de un pronunciamiento condenatorio sólo puede hacerse si la motivación de ese pronunciamiento es también exhaustiva.
 
Indispensable resulta, ante todo, recordar el concepto de motivación de la sentencia, como la exteriorización por parte del juzgador de la justificación racional del fallo, es decir la explicación de las razones que justifican el sentido del pronunciamiento[3], en este caso condenatorio. La exhaustividad, si bien es el calificativo central de la motivación en la tesis de Herbel, no es el único requisito para una motivación procesalmente válida: la motivación debe ser, además, clara, expresa, completa, legítima y lógica[4]. Nuestra Corte Suprema viene sosteniendo desde siempre que : “la exigencia de que los fallos judiciales tengan fundamentos serios reconoce raíz constitucional”[5]. El derecho del imputado a la revisión del fallo condenatorio tiene también, como se sabe, jerarquía constitucional (art. 8.2.h de la Convención Americana de Derechos Humanos y art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, elevados a rango constitucional por el art. 75 inciso 22 de la Constitución nacional). El problema, visto desde el punto de vista constitucional, es evidente: ante una motivación defectuosa, el control ha de ser también correlativa e inevitablemente defectuoso.
 
Pero para poder calificar como exhaustivo el contenido de la motivación, es decir, esta parte tan importante del “cómo” de la motivación, el autor debió preguntarse primero por el “si” de la motivación, fundamentalmente ante la inexistencia de ese elemento de la sentencia en el veredicto del juicio por jurados, sistema también impuesto constitucionalmente en nuestro país y en muchos otros donde rige efectivamente y que se encuentran bajo la órbita de los mismos pactos internacionales que exigen como garantía del debido proceso la revisión integral del fallo condenatorio. La respuesta del autor ante esta paradoja, luego de repasar pronunciamientos del Comité de Derechos Humanos de la ONU y fundamentalmente del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que parecen relativizar esta exigencia, es correcta: con jurado o sin jurado la motivación es una garantía constitucional, una garantía de garantías, y por lo tanto imprescindible, por cuanto de nada sirve asegurar el derecho a ser oído ante un tribunal imparcial si después no se conocen las razones por las cuales fueron desoídas las argumentaciones de la defensa. Puesto en sus palabras: “Todas las garantías penales son superfluas, si es posible afirmar una falsedad sin que su víctima (el imputado) pueda refutarla; esto es, conocer sus fundamentos y criticarlos argumentalmente (recurso)”. Y esta constatación responde ambas preguntas: no sólo el “sí” de la motivación sino también el “cómo”, dado que de poco sirve una motivación existente pero defectuosa, puesto que tanto conspira a su función de garantía la inexistencia como la insuficiencia o la irracionalidad de la motivación. Es ilustrativa al respecto la cita del precedente “Apitz Barberá v. Venezuela”: “… la argumentación de un fallo debe mostrar que han sido debidamente tomados en cuenta los alegatos de las partes y que el conjunto de las pruebas ha sido analizado”[6].
 
Sorprendentemente, por lo menos para mí, Andrés Harfuch, por su parte, sostiene, como hipótesis de investigación general de su tesis, “demostrar que el veredicto del jurado es la más fundamentada de todas las decisiones judiciales. La forma en que rinde el jurado su veredicto general –sostiene- asegura un modo de enjuiciamiento único, sin par y epistemológicamente superior en todo sentido al juicio profesional.” Veremos más adelante cómo justifica Harfuch esta hipótesis. En todo caso lo que nos debe llamar la atención por ahora es que el autor se esfuerza por colocar en el centro escena a la motivación del fallo en un ámbito donde siempre se predicó su inexistencia, debido a que los jurados fallan según el sistema de la “íntima convicción”. Volvamos por el momento a Herbel.
 
La necesidad de exhaustividad de la motivación para posibilitar la integralidad del control se explica por, al menos, dos peligros, ambos puestos de manifiesto por Herbel. El primero es la gran dificultad de acceder a la verdad de un hecho histórico, ya acaecido, que no ha dejado, en el mejor de los casos, más que recuerdos, vestigios o rastros en el presente, y al enorme riesgo de error a que ello conlleva, catastrófico si condujo a una condena, lo que exige rodear a la motivación de exigencias epistemológicas fuertes. El segundo es la tendencia a evitar el control del fundamento de la revocación de la presunción de inocencia, que ha opacado el juicio al control racional, y que congloba factores que van desde la imposibilidad jurídica a la imposibilidad fáctica: soberanía del jurado, no expresión de la motivación, principio de inmediación e impresión intransferible, exclusión de la cuestión de hecho o, simplemente, la perversión del principio de la libre convicción (el quid ineffabili de que tantas veces se ha hablado[7]).
 
Esto ha ocurrido no sólo en casos donde la motivación no existe (juicio de jurados legos) sino, más grave aún, cuando ella es, en el ámbito del juicio por jueces profesionales, expresa y se prohíbe su control por razones jurídicas (limitación del control a la cuestión de derecho) o fácticas meramente aparentes (inmediación). A esto hay que agregar la escasa preparación, producto ya sea del desinterés o de la dificultad de su abordaje, de los jueces profesionales en epistemología judicial o en teoría de la argumentación. Expresivo sobre esto es Andres Ibáñez: “...una de dos: u obras como, por ejemplo, las de Michelle Taruffo sobre La prueba de los hechos y de Manuel Atienza, Curso de argumentación jurídica (…) son mera filigrana teórica sobre asuntos sin relevancia práctica, o, en nuestro momento de cultura, el adecuado tratamiento de un cuadro probatorio y el discurso acerca de sus aportaciones suscitan problemas reales, teóricos y de método, de verdadero calado, que deben ser afrontados como tales en ese terreno específico. Y no me estoy refiriendo a los obvios de la falta de preparación y de experiencia para el enjuiciamiento del ciudadano medio convertido en jurado, sino a otros, hasta ahora raramente planteados, que tienen que ver con la formación convencional del juez de profesión e incluso del procesalista”[8].
 
En efecto, ¿de qué sirve una motivación de una condena que, por la razón que sea, conlleva defectos que no pueden ser subsanados o que no se quieren subsanar? Destaco que no me refiero tanto al control externo, popular, de la corrección de dicha motivación, importante sin duda pero no crucial, dado que carece de toda capacidad para lograr que se revoque una condena arbitraria, sino al interno, el que podría procurar la parte perjudicada, para tratar de lograr que un tribunal con una integración diferente al que condenó la descalifique y deje sin efecto. Ese control deficitario o inexistente impactaría en la propia dinámica de la formación de la motivación, tornándola pobre y defectuosa al saberse inmune a la fiscalización.
 
Más preocupante aún es la suposición de que ello se deba a la “tentación inevitable”, a la “pulsión casi irreprimible” del juez, en palabras de Herbel, a escapar a las dificultades que ofrece la construcción inferencial de la valoración de la prueba, o al “alivio psicológico” que produce acudir a intuiciones basadas en la propia experiencia, a la intuición bajo el pretexto del conocimiento de la prueba en audiencia (inmediación), a la necesidad de condenar reclamada por los “mass media” y una opinión pública influenciada, etc. Este es uno de los ámbitos, como bien señala nuestro autor, donde impera la “ley del mínimo esfuerzo”, que “favorece reducir en extensión y profundidad la actividad del juez… en detrimento de la motivación del fallo” y, en definitiva, la tendencia a escapar al control y a lo que se ha entendido como una descalificación proveniente de los tribunales superiores.
 
A mí me resulta particularmente cautivante cuando estas declaraciones provienen de alguien que, como Herbel, es juez, como sucede en el caso de Ferrajoli y Andres Ibañez, cuyas experiencias como magistrados les han permitido, juntamente con una ilustración fuera de lo común, alzar una voz que en buena medida es autocrítica de algunos vicios de la magistratura y de sus prácticas. Ese déficit –entre muchos otros- ha sido un justificativo de la preferencia por los jueces legos, con el siguiente tópico: si hemos de seguir teniendo jueces mal formados, condicionados en su independencia por razones de las más variadas, viciados por prácticas burocráticas y por la rutina, que motivan mal sus fallos, a lo que se suma su escasa representatividad, optemos por el juicio de jueces legos, ajenos a todos esos vicios.
 
Pero aquí es donde surge un tercer peligro, representado por una frase de Damaska, recordada por Herbel, que es capaz de quitar el sueño a cualquiera, referida al carácter ordálico de las afirmaciones del jurado: “El veredicto no se funda en una justificación racional, sino que se presenta como un objeto de fe en el que la voz del pueblo ha tomado el lugar de la voz de Dios”[9]. No sé si esta es una reflexión que debiéramos tomar en cuenta, pero de lo que estoy seguro es de que una investigación futura debería abordar los peligros de la religión cuando sus postulados operan inconscientemente en los juicios de los hombres a la hora de decidir la condena de sus semejantes. Es llamativo en ese ámbito el tratamiento de la duda como pecado. La imprecación: “hombre de poca fe, por qué has dudado”, en Mateo 14:32, es altamente significativa de esa pulsión, cuya crítica más feroz puede verse en Nietsche: “Conozco demasiado bien a los que son semejantes a Dios. Quieren que se crea en ellos y que la duda sea un pecado”[10]. Debería investigarse hasta qué punto en el salto de la situación claramente angustiante de la duda a la certeza opera la razón o el acto de fe. La epistemología judicial es una reacción contra ese modo de pensar, una exaltación de la duda como virtud. La “sabiduría de la inseguridad”, como dice el título de un libro famoso[11]. Esto no está tratado en la tesis de Herbel, pero lo apunto como tema problemático. Pero en todo caso confirma la necesidad de hacer que, aunque sea con jurados, esas pulsiones queden en evidencia, y me parece que la única manera de que ello ocurra es con una motivación expresa. Ya trataremos el abordaje de Harfuch, que parecen traer algo de alivio a esa intuición, quizá prejuiciosa de mi parte, pero no podía dejar de adelantar algunas de mis preocupaciones sobre el particular.
 
Volviendo a Herbel, éste parece haberse percatado de que una investigación seria sobre este tema no puede encararse sin asumir que estamos en un territorio atravesado por ambivalencias: 1) ambivalencia de la motivación: la exigencia de una motivación exhaustiva es mayor cuando se trata de una condena que cuando se trata de una absolución; 2) ambivalencia de la arbitrariedad: por la misma razón el vicio de arbitrariedad es mucho más grave cuando se trata de una condena que cuando se trata de una absolución; 3) ambivalencia de la inmediación: que ésta sea un valor que coadyuva a un conocimiento más transparente, genuino y veraz y no un disvalor (coartada para evitar el control). Esto se proyecta en la asimetría en la bilateralidad recursiva, que sin dejar de reconocer un ámbito de impugnación al acusador, necesariamente impone que aquél sea más acotado o restringido que el del acusado.
 
El desarrollo argumental debe comenzar por distinguir la motivación de la condena, que exige el vencimiento de la presunción de inocencia, de la motivación de la absolución, que implica su no vencimiento. Esto ha generado múltiples equívocos y ha impedido la construcción de una teoría adecuada acerca de las exigencias de la motivación y de su control.
 
Uno de los equívocos a que ha conducido la no exposición de esta ambivalencia es, por ejemplo, la afirmación, recordada por Herbel, en el sentido de que el proceso penal se encuentra limitado como instrumento gnoseológico, entre otras cosas, por reglas jurídicas eminentemente epistemológicas que acotan las libertades en la construcción de hipótesis con pretensión de verdad, como: la carga de la prueba atribuida al acusador, la presunción de verdad de las tesis contenidas en sentencias firmes y el principio in dubio pro reo. Si, como dice Guzmán, la comprobación de la verdad de la hipótesis acusatoria— no es un fin en sí mismo sino “simplemente” (¡!), una condición necesaria más de validez de la sentencia condenatoria por medio de la cual se aplica la norma sustancial[12], es porque para poder condenar a alguien –nada menos- es necesario establecer la verdad del enunciado con la mayor aproximación posible a su sustrato ontológico. Entonces, si es un fin en sí mismo o no lo es, o es una meta del proceso penal o no lo es, es para discutir por siglos: lo que es claro es que el descubrimiento de la verdad ocupa “el” papel primordial para poder condenar a una persona, que es la decisión más grave que se puede adoptar en nuestra materia.
 
En realidad, estas exigencias, bien miradas, son refuerzos epistemológicos para garantizar una aproximación mucho mayor a la verdad como ideal regulativo cuando se trata de la condena que cuando se trata de una absolución y, por ende, a la que habría si ambas hipótesis (acusatoria y defensiva) estuvieran en igualdad de condiciones tanto en su despliegue de fuerzas a lo largo del proceso como en la motivación de la decisión judicial y su revisión. Refuerzos que además asumen que la verdad en el proceso penal debe ser hallada en un plazo razonable (incluso por razones epistémicas de pérdida de credibilidad de la prueba que envejece) y que debe adquirir estabilidad en algún momento, status que el mismo procedimiento contempla por razones pragmáticas, pero que a pesar de ello no se resiste en forma definitiva a una futura indagación para chequear que la declaración de verdad contenida en la sentencia de condena no haya sido errónea, posibilidad de que no se contempla para los casos de sentencias absolutorias, donde la fuerza de cosa juzgada de la sentencia es absolutamente invencible[13].
 
Siempre me ha parecido un grave contrasentido el reconocimiento, por un lado, de la enorme dificultad de arribar procesalmente a la verdad, a la certeza objetiva más allá de toda duda razonable, y el dotar el proceso de un entramado complejo de garantías epistemológicas para poder alcanzarla, y, por el otro, la ancestral resistencia a dar los fundamentos por los cuales, según se afirma, esa verdad fue alcanzada. ¿Por qué en el caso “Pappon”, invocado por el TEDH en “Taxquet”, el Presidente de la Corte tuvo que hacer al jurado ese cuestionario de 768 preguntas para poder exhumar una pseudo motivación deliberadamente oculta bajo el paraguas de la “íntima convicción”? Permítaseme desconfiar de esta “motivación”, extraída de un modo tan artificial, que el TEDH considera como apta para que el imputado conozca las razones de su condena. Creo que ni siquiera puede tomarse a las respuestas a ese interrogatorio como un equivalente funcional de la motivación. Es que el problema no está en la pregunta, que puede ser formulada del mejor modo posible, sino en la lacónica respuesta, que puede estar gobernada por el azar o la arbitrariedad. Herbel es menos enfático en su crítica: “La respuesta de compromiso adoptada por el TEDH no resuelve el problema que suscita el veredicto inmotivado en un sistema que garantice el derecho al recurso. La Gran Sala en ‘Taxquet’ se esfuerza por preservar la condena por íntima convicción mediante una exhaustiva batería de cuestiones planteadas al jurado popular por el juez a cargo del debate. La solución hallada por el Tribunal europeo para compatibilizar, veredicto inmotivado y debido proceso, permite tener por satisfecha la garantía de que el imputado conozca las razones de su condena mediante las cuestiones planteadas al jurado (…) pero no resuelve sobre si abastece o no el estándar de aquellos sistemas que además deben contar con una revisión de la condena (…)”[14].
 
La gran contribución de Herbel en este capítulo de su trabajo para alejar los mencionados peligros, es la elaboración de una dogmática de la motivación de los hechos apta para provocar una revisión integral, que consiste en: plasmar en ella la información relevante, la configuración analítica de los hechos, la evaluación de los criterios de inferencia, el funcionamiento sucesivo del método analítico y el hermenéutico (primero las piezas, luego el mosaico y no a la inversa o desordenadamente), la coherencia y, finalmente, los estándares de probabilidad requeridos para el dictado de una condena. Si bien la Corte ha construido, en el caso “Casal” una serie de estándares que menciona (heurística, crítica y síntesis), permitiendo por primera vez en nuestro medio el control del in dubio pro reo[15], su desarrollo, de estilo ferraioliano, enriquece sobremanera esa doctrina: “Sólo podrá considerarse probada una hipótesis acusatoria cuando el conjunto de la prueba relevante la confirme y toda hipótesis alternativa consistente que beneficie al imputado haya sido refutada”.
 
 
3. La tesis de Harfuch.
 
Luego de esta tesis, y en alguna medida como contrapunto de ella, Andrés Harfuch defendió su postura frente al problema. Como vimos, la hipótesis de su obra es que el veredicto del jurado es la más fundamentada de todas las decisiones judiciales: “Una hipótesis de este calibre -que un jurado que no motiva su veredicto posee el más alto nivel de fundamentación que es posible encontrar en las decisiones judiciales- conmueve lógicamente a una estructura de pensamiento y de práctica judicial de cinco siglos. A pesar del éxito práctico con que se ha iniciado la experiencia del jurado clásico en la Argentina, el debate teórico por la fundamentación no ha sido saldado todavía.”
 
Agrega que “Fundamentar no significa escribir. El hecho de no motivar externamente -por escrito u de manera oral- las razones para una conclusión no significa que esa decisión sea infundada. Nuevamente, inmotivación no significa falta de fundamentación. Este reduccionismo, tan sencillo de expresar, es la gran inconsistencia del motivacionismo radical en su ataque contra el veredicto del jurado. La escritura es sólo uno de los posibles estilos de fundamentación, empleado históricamente por la epistemología inquisitoria y el mismo que hoy informa también al modo de construir la verdad de los sistemas mixtos del civil law. En esta obra se insiste en no caer en el error de considerarlo el único método para fundamentar una decisión judicial.”
 
Sostiene que: “Una mente más abierta comprenderá con naturalidad que las decisiones judiciales no motivadas de jurados y jueces en dichos sistemas acusatorios también son -y han sido- decisiones fundamentadas. Sólo que nunca lo fueron por escrito. Esto, y no otra cosa, es lo más difícil de explicar y de asumir. Es, además, el origen de los grandes prejuicios que existen sobre los veredictos de los jurados en estos márgenes del civil law. Prejuicios que no tienen el más mínimo asidero y que no pueden impedir su normal entrada en vigencia en países como la Argentina.”
 
Agrega que: “Si motivar no es tan sólo justificar por escrito las razones para una decisión, sino objetivar todo el proceso decisorio con la máxima cantidad de controles imaginables, entonces nuestra hipótesis acerca de la superioridad del veredicto del jurado en términos de fundamentación ha quedado demostrada. Lo importante es el control, no la motivación. Ni la epistemología inquisitorial ni la actual epistemología de los sistemas mixtos, que pusieron esa carga en el juez para abolir el sistema de partes, han logrado igualar el modo simple y sencillo con que los sistemas acusatorios con jurados adjudicaron la verdad y produjeron decisiones fundadas y racionales en términos de verdad.”
 
El autor hace hincapié en el método acusatorio de fundamentación de las decisiones judiciales: “El acusador carga con la prueba de fundamentar la hipótesis de condena en corte abierta y ante un jurado imparcial. El veredicto de culpabilidad posterior del jurado es el reconocimiento de que esa acusación está debidamente fundamentada. El veredicto del jurado remite, positiva o negativamente, a la justificación brindada por el acusador en el juicio público. Por esa razón, el veredicto del jurado, que siempre debe permanecer inmotivado, es igualmente una decisión con fundamentos.” (el subrayado es nuestro).
 
En cuanto al control amplio de revisión de las decisiones judiciales, sostiene que existe una completa adecuación convencional y constitucional:La centralidad del juicio en el método acusatorio no impidió que el common law actual haya desarrollado desde hace 150 años una generosa práctica de la revisión frente a veredictos arbitrarios de los jurados que no se apoyaran en la prueba rendida en el juicio. La realiza (muy infrecuentemente) el propio juez del debate, quien puede absolver aunque el jurado haya condenado o, de manera normal, las cortes revisoras. Ellas construyen, sobre el litigio adversarial en sede revisora y parcialmente del récord del juicio, la base objetiva para revisar ampliamente hechos, prueba y derecho, sin ningún tipo de limitación. Ese es el método propio de revisión para las condenas dictadas en un juicio por jurados, confirmado por la CEDH en un sinnúmero de precedentes citados en esta obra.”
 
Agrega: “Mas este tipo de controles en revisión son un engranaje más, ya que el verdadero control sobre la prueba -a diferencia del sistema mixto del civil law- se realizó primordialmente en el debate público. Pero en un litigio cuya intensidad y sofisticación están muy lejos de ser aceptadas todavía por el civil law. De allí la sobredimensión que sus abogados le conceden a la etapa revisora y a la motivación de la sentencia, como compensación por la ausencia de litigio real y de controles sobre la prueba.”    
 
Sostiene, sin embargo, que: “el juicio por jurados y el juicio profesional deben convivir, más respetando su idiosincracia y sus notas esenciales. La motivación de las decisiones de los jueces técnicos del civil law ha jugado un rol clave en la reducción de la arbitrariedad. Por más que no tengamos dudas acerca de la superioridad del juicio por jurados en todo sentido, si el acusado es sometido al juicio profesional, sus jueces están obligados a motivar su decisión, sea por escrito o de manera oral. Como descubrió Mittermaier hace siglo y medio, es el único modo que tienen los jueces regulares para compensar las garantías políticas superiores que ofrece el juicio por jurados.”
 
Sostiene que: “Del mismo modo en que es impensable un juicio técnico sin motivación, también lo es poner al jurado a motivar, bajo la excusa de que su veredicto es ‘infundado’. Hemos señalado que esto es un prejuicio y un grave error conceptual”.             
 
En el estilo acusatorio, sostiene Harfuch, “fundamentar es objetivar. Significa sujetar el modo de construcción de la verdad de los hechos a poderosos controles internos y externos del litigio que no son practicados o que directamente no existen en el juicio del civil law. En toda la Parte II hemos descripto y analizado a fondo los dispositivos de control que hacen del veredicto del jurado una decisión judicial superior: control popular de la acusación, voir dire y recusaciones sin causa, un juez imparcial de garantías del juicio y de la prueba, un litigio público como gran estabilizador racional de la construcción de la prueba de la verdad de los hechos, instrucciones del juez al jurado, un impresionante número de doce jueces legos, una deliberación sin parangón y la exigencia de unanimidad para sus veredictos. Nada de eso es posible de ser hallado en un juicio técnico.”
 
Sostiene además que: “La tesis demuestra el estilo de fundamentación que empleó siempre el método acusatorio para buscar la verdad: lejos de reducirlo a una justificación escrita que deba realizar posteriormente el juez, la exigencia de fundamentación racional de la verdad de los hechos recae sobre la acusación. El acusador debe demostrar con pruebas la verdad de los hechos que alega en un juicio público realmente adversarial. Debe hacerlo confrontando a la defensa, ante un juez director del debate sin compromiso con la decisión y frente a un jurado de doce pares del acusado que se expresa por unanimidad. Para triunfar, el acusador debe establecer la verdad de los hechos más allá de toda duda razonable. Forma parte de la carga de la prueba del acusador el brindar los fundamentos para la condena y sobre ello se pronuncia el jurado, sin necesidad de motivar. Este ejercicio conclusivo y razonado lo realiza el fiscal en el alegato de clausura ante el jurado, íntegramente registrado en audio, video o taquigrafía como eventual aporte para el posterior litigio de revisión” (en este párrafo el destacado me pertenece).
 
Es, apunto, en buena medida, la doctrina emergente de “Taxquet”, donde se dijo que la condena carente de fundamentos no viola por sí sola el derecho a un proceso equitativo, cuando sus motivos pueden resultar de la acusación y del contenido de las cuestiones propuestas al jurado, si ellas contienen información suficiente, son precisas e individualizadas[16].
 
Harfuch concluye: “Ningún sistema acusatorio es posible sino se comprende que la llave de la fundamentación reside en el acusador. La clave pasa por dimensionar el rol de la acusación en la fundamentación de las decisiones judiciales, luego de sortear los extremos controles del litigio público. El diseño íntegro de controles internos y externos del procedimiento para la toma de decisión (lega o profesional), que es el corazón de esta tesis, es la característica principal de esta muy antigua epistemología del litigio para obtener la verdad de las proposiciones fácticas. Por limitaciones culturales lógicas, es casi imposible hacer entender algo así a los juristas del civil law, acostumbrados a un procedimiento degradado, casi sin controles y a una sentencia escrita posterior. El civil law apenas se ha acercado a desarrollar este tipo de controles, de allí su obsesión -antigüa y moderna- por la fundamentación escrita, que es sólo uno de los métodos existentes para motivar”.       
 
 
4. Algunas reflexiones.
 
La lectura de los trabajos de tesis de estos profesores (y, debo decirlo, buenos  amigos) resulta indispensable para un adecuado enfoque del problema de la motivación del veredicto del jurado. Yo creo que la mejor enseñanza que puede dejar como saldo este debate es, además de la adopción no acrítica del juicio por jurados, la necesidad de tomar muchas de las características típicas del juicio por jurados por el juicio de jueces profesionales, pero por razones que tienen que ver con la optimización del modelo de enjuiciamiento en general, con mayores y mejores instrumentos para asegurar la imparcialidad del tribunal, mejores reglas sobre la admisión de pruebas, mejor dinámica del juicio y del litigio, ajenidad del juzgador respecto de las actuaciones preparatorias de la acusación, pasividad de los juzgadores durante el juicio, existencia real de deliberación, unanimidad de la decisión condenatoria, mayor independencia del juzgador y del juicio, interdicción de recurso acusatorio contra la absolución del jurado, salvo casos absolutamente excepcionales, etc. Creo que, con independencia de la adopción del juicio por jurados, estas categorías sirven de interpelación para el mejoramiento del sistema de enjuiciamiento de jueces profesionales, para asegurar una mayor objetividad del juicio y mayores controles durante el proceso, como bien apunta Harfuch.
 
Me inquieta, sin embargo, que el problema planteado en esta ponencia dista de hallarse resuelto con las herramientas que propone el TEDH y con las propuestas por Harfuch, debido a la imposibilidad, a mi juicio insalvable, de detectar, en el veredicto del jurado, los errores de razonamiento y arbitrariedades que puedan poner de manifiesto que una condena, a pena muy grave, carece de sustento. Si este déficit es compensado adecuadamente con las peculiaridades del sistema de enjuiciamiento por jurados antedichas, y si las mismas son suficientes para evitar –ya que no para corregir- arbitrariedades como las señaladas, será una cuestión a estudiar, pero que hasta ahora permanece incógnita. Por lo demás, que las instrucciones para el juicio o para el veredicto y los cuestionarios al jurado para que expliciten una motivación oculta sean un equivalente funcional de la motivación, y que permitirían un control que prevenga adecuadamente las arbitrariedades, como algunos sostienen, es algo que deberá investigarse con profundidad.
 
Yo creo, sin embargo, que las grandes preguntas siguen pendientes: ¿Cómo habrán de revisar personas que carecen de toda formación las inferencias inductivas que parten de las pruebas (todas ellas indirectas, incluso la testimonial), de hechos que carecen de existencia actual y que sólo han dejado “una estela de vestigios en el entorno de su ejecución y de trazas en la memoria de quienes lo hubieren presenciado” (según una hermosa frase de Andrés Ibáñez) y arriban, no sin complejas operaciones racionales y argumentales, a conclusiones sobre el hecho, que habitualmente vienen vinculadas a complejas operaciones jurídicas relacionadas con la relevancia penal de esos hechos, como ser la imputación objetiva y subjetiva del comportamiento, la evitabilidad o no del error de tipo y de prohibición en el caso concreto; repito ¿cómo han de analizar esos aspectos jueces sin formación alguna que sólo cuentan, en el mejor de los casos, con una serie de instrucciones elaboradas con antelación a la deliberación del jurado o, para suplir la carencia de motivación, con un cuestionario para que, en sus respuestas, emitan una afirmación o una negación sobre los múltiples aspectos no explicitados, para posibilitar un control adecuado de los defectos de dicha pseudo motivación?
 
¿Cómo habrá de constatarse por los jueces de control, sin una explicación, sin una justificación explícita, si la certeza que se proclama ha superado realmente la duda razonable que impide condenar? ¿Cómo chequear las razones por las cuales se han descartado los argumentos de la defensa y se han aceptado los de la acusación?
 
Otro problema, que de algún modo anticipé, es que los jurados juzgan sobre los hechos y los jueces profesionales aplican el derecho a esos hechos. Esta disociación temporal y personal entre la determinación de los hechos de la operación de calificación jurídica se enfrenta al problema, que es hoy un lugar común en la hermenéutica, de que la calificación jurídica está presente en todo el proceso de determinación de los hechos, ya desde el momento de la selección del hecho a juzgar, pero después, en forma recurrente, la presencia de la norma jurídica sustantiva se va aproximando al hecho en sucesivos ajustes, en un verdadero ir y venir de la norma al hecho y del hecho a la norma, en un verdadero círculo o espiral[17]. Esta dinámica de formación de la decisión es virtualmente impracticable en la disociación que hemos señalado.
 
Por último, es cierto que la formación de los jueces profesionales sobre teoría de la argumentación jurídica y fáctica, sobre epistemología judicial, sobre psicología del testimonio y neurociencias, así como sobre la aplicación de las reglas de la experiencia en el caso penal, es bastante pobre. Si así es, se impone enriquecerla pero no transformar esa circunstancia en un argumento en contra de los jueces profesionales “per se”.
 
La aporía sobre la que venimos trabajando (sentencia motivada con posibilidad de control amplio pero sin jurados v. veredicto de jurados sin motivación y con control deficiente) es tomada en cuenta y resuelta de un modo aceptable por el Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires, que en su artículo 22 bis (Incorporado por Ley 14543), establece que “el imputado, personalmente o por intermedio de su defensor, podrá renunciar a la integración del Tribunal con jurados, en cuyo caso el Tribunal se conformará de acuerdo a lo establecido en el artículo 22 (es decir con jueces profesionales)”.
 
Como vemos, el imputado puede elegir libremente si prefiere gozar de una garantía fundamental o de la otra: o juicio por jurados, cuya motivación fáctica no podrá impugnar (y su impugnación será inevitablemente limitada), pero será juzgado por sus pares (con otras garantías asociadas a este modelo de enjuiciamiento), o bien juicio con jueces profesionales con motivación fáctica explícita, que podrá controlar en forma exhaustiva. Ambas garantías, la una procedimental y la otra orgánica, son claramente renunciables.
 
Otra de las formas que se han escogido para resolver esta aporía es en la ley de jurados de la provincia de Córdoba, que establece el jurado obligatorio para ciertos delitos graves, donde la motivación para la decisión del juicio por jurados está en cabeza del Presidente o de uno de los jueces que concurrieron a formar mayoría, de un  modo semejante a la ley española.
 
De todos modos, creemos que los jurados deberían y podrían explicar las razones que los llevan a tomar determinada decisión: “cada hombre, legislador, juez, o ciudadano particular –escribió F. Manduca- debe saber por qué actúa, por qué condena, y si lo sabe debe decirlo” , esto es, ser capaz de expresarlo por sí mismo[18] y, agrego, de ese modo su decisión puede ser controlada a través de la impugnación. Ahora bien, si se acepta que el jurado se encuentra en incapacidad material de dar forma escrita a la propia convicción, la pregunta que se impone es si, ante ese reconocimiento, no habría más bien que dudar de la aptitud misma de los jurados que experimentan tal dificultad, para comprender de forma cabal la secuencia de proposiciones contradictorias de carácter fáctico cuya valoración no fueron capaces de verbalizar[19].
 
O tal vez la aporía no existe y tiene razón Harfuch cuando sostiene, en su reciente tesis doctoral, que el equivalente funcional de la motivación está dada por la acusación, entendida ésta como una combinación de todos los actos acusatorios del juicio, incluido el alegato de cierre donde se emiten las conclusiones, con más los cuestionarios al jurado. Así, el fiscal tiene la carga de demostrar a los jurados que se ha superado la duda y que se ha alcanzado el estándar de certeza y de rebatir los argumentos de la defensa. Debe presentar su proyecto de sentencia condenatoria, donde demuestra la certeza de su hipótesis más allá de toda duda razonable. Si el jurado acepta esa postura, está haciendo propia esa fundamentación y en eso consiste la motivación de su sentencia.
 
Sin embargo, sigo creyendo con Herbel que: “el pronunciamiento del jurado clásico deja al imputado sin posibilidad de verificar si sus alegatos contra la acusación fueron atendidos, sustrayendo así el conocimiento de parte esencial de las razones de su condena”[20]. Transformar a la acusación aceptada en motivación de la sentencia condenatoria obligaría a repensar la fisonomía de dicha acusación, para concebirla, como dije, como un proyecto de sentencia condenatoria, que se somete al jurado, que deberá en forma unánime aceptarla. Sin embargo, el constructor de la hipótesis acusatoria es un sujeto por definición parcial, lo cual dejará privada a esa pseudo- motivación del fallo de uno de los requisitos indispensables de validez: que su emisor venga definido por la nota de la imparcialidad. Si a ello le agregamos que los argumentos de la defensa son posteriores a los de la acusación, y aquélla tiene la última palabra, no se logra ver con claridad de qué modo el acusador habrá de tomar en cuenta, con la exhaustividad que merecen, los argumentos de la defensa, como sin dudas lo haría el juzgador luego de escuchar a ambas partes.
 
 
5. A modo de conclusión.
 
Esta ponencia no procura, como creo que ha resultado claro, reincidir en el debate sobre el juicio por jurados, para discutir sobre su aceptabilidad o no. Sólo busca, como lo anticipé, enriquecer nuestro sistema de enjuiciamiento con componentes que vienen de diversas latitudes para optimizarlo y hacerlo cada vez más eficiente para lograr sus fines de un modo cada vez más compatible con los dictados del Estado constitucional de Derecho.
 
En esa dirección, además de seguir haciendo realidad el mandato constitucional del juicio por jurados, debemos incorporar muchas de las características típicas del juicio por jurados al juicio ante jueces profesionales en la medida en que no sean incompatibles con éste. Piénsese sólo en un ejemplo: mientras por un lado exaltamos la deliberación de los jueces, nota típica del juicio por jurados, seguimos con las estructuras fijas de los tribunales profesionales y hasta, en fecha reciente, entronizamos en casi todo el país el juicio unipersonal, cuya característica más saliente es la inexistencia de deliberación.
 
Por eso es que interpelo en esta ponencia con el problema más grave que, a mi juicio, tiene el enjuiciamiento por jurados: la falta de motivación del veredicto. Que ese problema es acuciante, lo demuestran las recientes tesis doctorales antes examinadas. Las soluciones que se han propuesto para llenar ese déficit, con ser interesantes y dignas de mayores estudios, no alcanzan en mi opinión para subsanarlo. Creo que nadie puede discutir el derecho que toda persona tiene a que se le expliquen las razones por las cuales se le considera culpable y, como consecuencia de ello, se le impone una grave restricción de sus derechos fundamentales. No se entiende por qué justo esa decisión tan grave –de las más graves que el Estado puede adoptar- debe permanecer, en un sistema republicano caracterizado por la transparencia y el derecho a la información, en absoluto secreto, e impedir que el imputado pueda ejercer contra dicha decisión su derecho fundamental a la defensa o que, para poder ejercerlo, limitadísimamente por supuesto, haya que arrancar del oráculo las razones con complejos interrogatorios.
 
 
 

 
   
 
[1] Publicada por Hammurabi, de José Luis Depalma, editor, en el año 2013.
 
[2] Agradezco a Andrés Harfuch el haberme facilitado el resumen de su tesis doctoral.
 
[3] Cf. nuestro trabajo “El control judicial de la motivación de la sentencia penal”, en “Los recursos en el procedimiento penal”, Julio B. J. Maier, Alberto Bovino y Fernando Díaz Cantón (comps.), Editores del Puerto, 2ª. Edición actualizada, año 2004, pág. 155.
 
[4] Ver la admirable tesis doctoral de Fernando de la Rúa publicada en el año 1968, titulada “El recurso de casación en el derecho positivo argentino”, editor V.P. de Zavalía y, más adelante, “La casación penal”, editorial Depalma, año 1994.
 
[5] CSJN, Fallos, 240:160; 247:263; 262:144; 362:459, entre otros.
 
[6] Cf. Caso “Apitz Barbera y otros (‘Corte Primera de lo Contencioso Administrativo’), vs. Venezuela”, Sentencia de 5 de agosto de 2008 (Excepción preliminar, Fondo, Reparaciones y Costas), párr. 78.
 
[7] Cf. Andres Ibañez, Perfecto, “Tercero en discordia. Jurisdicción y juez del Estado constitucional”, con prólogo de Luigi Ferrajoli, Editorial Trotta, 2015, p. 254.
 
[8] Cf. Andres Ibañez, Perfecto, op. cit., p. 441.
 
[9] Damaska, Mirjan R. “Free proof and its detractors”, en “American Journal of Comparative Law”, nº 43, p. 353 (cita de Taruffo, “Simplemente la verdad”, ed. 2010, p. 214, nota 302), en Herbel, op. cit. p. 364.
 
[10]  “Así hablaba Zaratustra”, Biblioteca Edaf, Prólogo de Dolores Catrillo Mirat, “De los alucinados del otro mundo”, p. 59.
 
[11]La sabiduria de la inseguridad: mensaje para una era de ansiedad”, de Alan Watts, editorial Kairós, año 1987.
 
[12] Cf. Guzmán, Nicolás, La verdad en el proceso penal, Buenos Aires, Del Puerto, 2011, p. 124)
 
[13] No quiero ingresar aquí en la discusión sobre la cosa juzgada fraudulenta de la sentencia absolutoria. Me limito a remitirme a la crítica, a mi juicio acertada, de Diana Veleda en “Cosa juzgada fraudulenta – Un ensayo sobre la cosa juzgada írrita, de Federico Morgenstern”, en https://www.enletrapenal.com/numero3.
[14] Cf. Herbel, op. cit., p. 325.
[15] Fue pionero en destacar esto en nuestro medio Máximo Langer, en “El principio in dubio pro reo y su control en casación”, en NDP, 1998/A, Bs As., Editores del Puerto, pág. 223 y ss.
 
[16] TEDH, “Taxquet v. Bélgica”, GC, del 6/10/2010 (www.baili.org/eu/cases/ECHR/2010/1806.htm)
 
[17] Cf. Andres Ibáñez, op. cit., p. 435.
 
[18] “La procedura penale”, p. 158, citado por Perfecto Andrés Ibáñez, op. cit., p. 440.
 

[19] Andres Ibáñez, op. cit., p. 440.
 
[20] Cf. Herbel, Gustavo, “La motivación de la condena y su revisión amplia como garantías del imputado (¿puede el juicio por jurados restringirlas?), en Revista de Derecho Penal y Procesal Penal, Directores: Pedro J. Bertolino y Patricia Ziffer, abril de 2013, editorial Abeledo Perrot, Nº 4, p. 686.
 
 
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