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Carta abierta a los Jóvenes Juristas Latinoamericanos.
Por Rolando Gialdino martes, 7 de junio de 2016 - TOMADO DE Tinkunaco 0819/16 -

I Encuentro Latinoamericano de Jóvenes Juristas - Córdoba, Argentina, junio de 2016

          
ESTIMADOS JÓVENES JURISTAS LATINOAMERICANOS:
Les escribo estas líneas sin afanes académicos ni docentes. Me mueven, sí, el fervor por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, el sufrimiento de nuestros pueblos, y una esperanza que revelaré muy hacia el final. Les escribo, además, deliberadamente, casi a vuelo de pluma.
I
Desde comienzos del Siglo XX y, con creciente intensidad, a partir de mediados de esa centuria, el terreno jurídico está siendo sacudido.
Su corteza, relativamente estable hasta poco antes, viene acusando la emergencia de nuevas formaciones. Es un proceso continuo, en el cual, para más, cada eclosión se encadena con las precedentes, fortaleciendo sus bases y elevando la superficie toda. Se trata de un sismo con nombre y apellido: Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Para el plano universal, en 1919 se creó la Organización Internacional del Trabajo, la cual en ese mismo año aprobó su primer convenio, sobre las horas de trabajo (industria); en 1948, fue adoptada la Declaración Universal de Derechos Humanos, en 1966 los Pactos internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales… en 2008 el Protocolo Facultativo de este último.
Para el ámbito interamericano, en 1948 vio la luz la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, en 1969 la Convención Americana sobre Derechos Humanos… en 2015 la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores.
En paralelo, fueron establecidos órganos internacionales destinados a controlar a los Estados en orden al cumplimiento de sus obligaciones: Comité de Libertad Sindical, Comités de Naciones Unidas de Derechos Humanos, Comisión y Corte interamericanas de Derechos Humanos…
El panorama, desde luego, está a la vista. Mas, los geógrafos, los operadores del derecho, ¿lo han percibido?
La pregunta podría estar dirigida a todas las mujeres y los hombres de derecho; pero, en esta oportunidad, la enderezo solo hacia Uds., jóvenes juristas latinoamericanos. Después de todo, las tierras de Argentina, Brasil, Chile, Méjico, Perú, Uruguay, Venezuela, por solo mencionar a las de los colegas de este encuentro, no son ajenas a tamaño sacudimiento.
Descarto, desde luego, que han percibido el fenómeno. Empero, nuevos interrogantes: ¿en qué medida, con cuánta profundidad, con qué grado de convencimiento y de compromiso?
Digo esto toda vez que, por seguir con la metáfora, la corteza ha sido modificada, sí, pero por fuerzas provenientes de un núcleo central que trasciende lo jurídico. Es asunto, entonces, de no contentarse con el solo reconocimiento de la superficie. Lo esencial, creo, radica en identificar dichas fuerzas, en esclarecer qué ha producido este inusitado relieve.
Señalo, pues, que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, ante todo, surgió del dolor, de un dolor inmenso, producto del ominoso grado de injusticia, miseria y privaciones sufridas por un altísimo número de seres humanos, según lo denuncia la Constitución de la OIT para 1919; producto del desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos origen de actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, conforme lo expresa, en un grito, la citada Declaración Universal en 1948...
Empero, también es consecuencia de una certeza, que prefigura otro horizonte, de una certeza acerca de que ese orden, rectius: desorden, había sido establecido no por el azar, menos por la naturaleza, sino pura y exclusivamente por el hombre, rectius: por algunos hombres, sobre las espaldas de una legión, de una infinidad de otros hombres con el ánimo y el cuerpo totalmente llagados.
Luego, esa convicción se hizo motor. Ese mundo podía y debía ser deconstruido, para dar lugar a un mundo nuevo, que podía y debía ser erigido.
Un mundo en el cual los seres humanos estuviesen liberados del “temor y de la miseria”, en el entendimiento, además, de que “elevar el nivel de vida” respondía a un “concepto más amplio de la libertad”, por volver sobre la Declaración Universal.
El Derecho Internacional de los Derechos, por ende, instituye preceptivamente, y sirva ello de ejemplo para todo el Derecho, un proceso liberador, al abrazar, como ideal, al ser humano libre, al ser humano liberado de las ataduras que pudieran impedirle, sin razón ni justicia, el pleno florecimiento de su personalidad, el libre desarrollo de su proyecto de vida.
Mas, es imperioso parar mientes en que esa concepción de la persona humana, no emergió de una suerte de consenso o acuerdo entre los Estados, tan mudable como suelen ser, en ocasiones, sus negocios.
El sismo, el orden positivo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, no levantó arenas, sino roca, roca viva. Lo que se consolidó en la superficie fue el magma de una realidad relativa al ser, una comprobación de orden ontológico: la dignidad “intrínseca” de, o “inherente” a la persona, a todas y a cada una de estas.
La dignidad no en la acepción para la cual esta condición sólo es predicable al modo de un merecimiento por una obra o conducta particular, como si fuera algo que debiera ser ganado, alcanzado o justificado.
La dignidad de la que hablo (corrijo: la que reconocen los instrumentos de derechos humanos) no resulta un obsequio ni una recompensa; tampoco es el laurel de los torneos. Le basta a la persona, para ser digna, con su sola hominidad.
Ahora bien, esta comprobación in re, al tiempo que puso en evidencia que la dignidad, por ser esencial, no es un derecho humano, develó la razón de ser de todos estos: proteger en la existencia la dignidad en esencia de la persona.
Se trata no solo de que la dignidad esencial sea reconocida, sino también, de que en el campo de la existencia, en el día a día, hic et nunc, no se vea menoscaba ni impedida de desarrollar en plenitud todas sus potencias y excelencias.
Es con ese objetivo, precisamente, que han sido enunciados los derechos, libertades y garantías que solemos comprender en el concepto moderno de derechos humanos.
En tales condiciones, jóvenes colegas, la proclama por el legislador internacional de los derechos humanos del fundamento antedicho, la dignidad esencial del ser humano, supuso, según lo entiendo, a modo de corolarios, tres reconocimientos o declaraciones, al menos:
Primero, que su obra derivaba de un orden que lo precedía y lo superaba: lo precedía en el tiempo, lo superaba en jerarquía. Mejor aún; dio cuenta de que el orden positivo respondía a otro orden, diverso en naturaleza, superior en grado.
Los tratados de derechos humanos parten de la premisa de que los derechos que enuncian son anteriores a toda organización política y social.
La protección de los derechos humanos, en palabras de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo susceptible de ser decidido por parte de las mayorías en instancias democráticas.
Segundo, que era precisamente para traducir la relación entre dignidad intrínseca y derechos humanos que había tomado la pluma; para poner el nexo, como suele decirse, en negro sobre blanco, pero en páginas preceptivas.
Los derechos humanos son expresados, pues, no al modo de una dación o consagración, sino de un liso y llano reconocimiento o confesión.
Tercero, que era por el fundamento del que dan cuenta los dos párrafos anteriores, y por la fidelidad a estos, que estaba legitimado para obrar tal como lo hizo.
Quedó indicada, entonces, la causa tanto de su autoridad, cuanto de la validez de su obra.
Quedó no menos precisada, desearía resaltarlo, la medida de ambos atributos, la condición de validez a la que están supeditados.
Es ello la introducción en el orden internacional y, de consiguiente, en los órdenes nacionales, de un nuevo principio de legitimación del poder, confiriendo a los derechos humanos una “dimensión constitucional” en ambos planos, que condiciona las relaciones entre el poder público y los individuos, sobre lo que volveré.
Más todavía; la proclama y sus corolarios nos revelan que cuando pronunciamos “dignidad humana”, por anidar esta esencialmente en la persona, en todas y en cada una, y en igual medida, que cuando decimos “dignidad humana”, reitero, nos viene a la mente –y al corazón– lo propio del ser humano en unión fraterna con el prójimo.
Y subrayo esto último, toda vez que dicha igualdad universal en dignidad, nos emparenta, nos vincula a unos y a otros, a todos, en términos fraternales, de hermanos; nos constituye, en paridad, como miembros de una única familia humana.
La dignidad, en consecuencia, amigos, nos comunica tres caracteres, al menos:
a. el hombre es un ser sagrado para el hombre.
La persona nunca puede ser reificada, tornándola una cosa, o un objeto en manos del poder, provenga este de donde proviniese. No es su plaza la fantasmal sala de torturas, menos aún el cadalso.
Pero tampoco resulta un objeto del “mercado económico” o del “mercado de trabajo”, y de sus “leyes”. Antes bien, es el señor de todos estos;
b. la vocación del ser humano hacia la plenitud y la trascendencia: es la persona en tanto que viajera, que llamada a caminar, a alcanzar su horizonte.
Dignidad dice, en esta perspectiva, condiciones para que el individuo pueda desarrollar libremente todas las potencias de las que está dotado para fatigar dicho camino, para alcanzar ese fin.
Derecho a la vivienda, al abrigo, a la salud, a la educación, a la alimentación, a la seguridad, son, entre otros, los medios que lo desembarazan, que lo aligeran para elegir o trazar libremente su huella, y
c. la natural disposición de la persona hacia la persona, hacia el prójimo; su sentido de la fraternidad y de la consiguiente solidaridad.
Así, adquieren perfiles y contenidos determinados derechos y libertades; así, a la par, se asientan las obligaciones y los deberes individuales.
Es la persona en el seno de la familia humana; el ser humano en tanto que hermano del ser humano, el individuo que vive con los demás, pero también para los demás, en opción preferencial por el hermano sufriente.
Total: la mujer y el hombre pueden ser significados de muchas maneras; empero, para el Derecho son, ante todo y sobre todo, seres intrínseca e igualmente dignos.
Es admitiendo esta última condición o calidad por lo cual ese Derecho recupera aquellas esencias de la persona que le son imprescindibles para poder hacer bien lo que le es propio, regular la convivencia humana.
Sólo la armonía entre dichas esencias y las normas, legitima a estas e impone su obediencia. El Derecho debe seguir al ser humano, debe servirlo, debe servirle.

II
La dignidad humana, jóvenes juristas, entendida como lo vengo haciendo, se emplaza, por su propio peso, necesaria y naturalmente, como principio mayor, como principia maxima de todo ordenamiento jurídico, y, por ser dato ontológico, no lo hace como consecuencia de las disposiciones legales.
Por lo contrario, es la que informa a estas, convirtiéndolas de conjunto inorgánico en unidad vital.
Luego, cumple tres serias funciones:
a. sirve de fundamento de dicho ordenamiento y, simultáneamente, de medida de validez de este;
b. orienta la tarea interpretativa de las normas, es decir, señala el método de interpretación, indicando en cada caso la fórmula interpretativa que se debe elegir, y
c. resulta fuente del derecho en casos de carencia de normas, vale decir, es integradora ante lagunas.
A ello añade, por su carácter de principio mayor, ser fuente de otros principios: de igualdad y prohibición de toda discriminación, de plenitud, de fraternidad, de interdependencia e indivisibilidad, de efectividad, de opción preferencial o de justicia social, de progresividad, y pro persona (o pro homine).
Permítanme acotar, amigos, por la validez que acabo de mencionar y por la previamente indicada dimensión constitucional de los derechos humanos, que a la tradicional herramienta jurídica del control de constitucionalidad, se ha sumado otra: el control de convencionalidad. Incluso de mayores alcances que la primera: un Estado parte no puede invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado. Y derecho interno, estimados colegas, incluye a las constituciones de los Estados. Así lo tiene juzgado, por lo demás, la Corte Interamericana en “La Última Tentación de Cristo (Olmedo Bustos y otros) vs. Chile” (2001), lo cual condujo a que ese país debiera reformar ciertas cláusulas de su Constitución Política, por no ser compatibles con la Convención Americana.
Pongo el acento en este punto, ya que grande es el debate en los ámbitos nacionales latinoamericanos (y en otros) respecto del escalón en el que deberían ser puestos los tratados en la pirámide jurídica interna, con olvido de la antedicha norma internacional consuetudinaria, codificada por la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (1969).

III
Cambiando un poco el ángulo de estas líneas, pero retomando algunos de los interrogantes del comienzo, desearía ahora detenerme, aunque de manera breve, en una problemática grave, gravísima, que pone en juego mucho (¿todo?) de lo que llevo hasta aquí expresado.
Nuestros pueblos, apreciados colegas, los pueblos de nuestra América, vienen siendo azotados, desde hace largos tiempos, por un látigo de siete cabezas: la pobreza, la cual, en sus extremos, implica la violación del derecho de toda persona a la vida y a no ser sometida a tortura o tratos crueles, inhumanos o degradantes, entre otros derechos humanos, cuando no todos. Y hablo, amigos, tanto del dolor físico cuanto del sufrimiento moral.
La pobreza origina el sometimiento de las personas, de las familias, de los pueblos, a un encadenamiento de situaciones de precariedad cuya persistencia hace que sean cada vez más difíciles de superar, y que califica a este proceso como “círculo vicioso de la miseria”, puesto que las precariedades se refuerzan mutuamente.
Pero hay más, por cuanto, a ese círculo vicioso horizontal, se adiciona otro, vertical, ya que el desgraciado azote es transmitido de generación en generación, lo que termina configurando, en palabras de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (Copenhague, 1995), un “círculo infernal”.
Tengamos presente, entonces, dos circunstancias.
Primero, si bien el Derecho Internacional de los Derechos Humanos no tolera discriminación alguna, su principio de justicia social impone que tenga destinatarios primeros e inmediatos, destinatarios preferentes.
Aludo a las personas que son víctimas de situaciones de marginalidad, de vulnerabilidad, de desventaja, de exclusión, entre otras expresiones, como la de grupos de alto riesgo, siempre insuficientes.
Aludo, en síntesis, a los seres humanos sometidos a hambre y sed de justicia. ¡Qué partir el pan en partes iguales entre un ahíto y un hambriento, es agravio severo a la igualdad!
Segundo, resulta asunto del todo averiguado que las posturas que privilegian a los derechos civiles y políticos por sobre los derechos económicos, sociales y culturales, haciendo de estos últimos no más que simples aspiraciones, programas, meros objetivos a ser realizados vaya uno a saber cuándo ni cómo, negándoles su plena aplicación inmediata y directa, su progresividad y, sobre todo, su justiciabilidad, su defensa ante el Poder Judicial, está del todo averiguado, repito, que se esas posturas se apoyan en redondas, en rematadas falacias y, conducen, en definitiva, al padecer de los titulares de esos derechos y a la violación por los Estados de sus obligaciones internacionales.
Falacias sostenidas y promovidas no por errores involuntarios, menos por el candor, sino por un orden (corrijo: desorden) deliberadamente establecido, impuesto, en todas las escalas, por algunos de adentro y otros de afuera, sobre el pantano de un perverso liberalismo individualista, de los egoísmos soberanos, de la usura incontinente, de un colonialismo con careta, de una explotación y expoliación sin frenos de vastos pueblos latinoamericanos que siguen luchando por su redención.
Es el culto al becerro de oro, al “mercado”, el cual, en rigor, no es más que una hipóstasis, una abstracción, bajo la que se esconde simplemente una pluralidad de voluntades, al cobijo de la falacia determinista de la inexorabilidad de las leyes mercantiles, entrañando la paradójica apología neoliberal de las versiones más crudas del determinismo marxista, y desembocando en el sofisma del denominado “fin de la historia”.
No están ausentes, desde luego, los augurios de una renovada Circe, llamada hoy “efecto derrame”, prometiendo que un mayor desarrollo económico dejará caer mieles desde la mesa de los poderosos, hacia los que aguardan, anhelantes, en el piso.
Sin ser Odiseo, le diría a esa Circe, que conozco un país latinoamericano, quizás Uds. también lo conozcan, de algo más de 40 millones de habitantes, que produce alimentos para 300 millones, y que tiene, sin embargo, desnutridos y niños muertos por desnutrición.
¿Deberá producir alimentos para 3000, o para 30.000 o para 300.000 millones, para así y solo así, respetar el derecho humano a la alimentación de su menuda población, y cumplir con sus deberes en la materia?
¿Nada le dicen a ese país, y a otros de la región poco o nada diferentes, los reiterados e interpelantes llamados, p.ej., de los Comités de derechos humanos de las Naciones Unidas, a la “redistribución” de la riqueza, a las reformas de las políticas y regímenes impositivos, a la transferencia de dicha riqueza “de sectores no prioritarios a sectores prioritarios”? En suma, a no violar sus compromisos.
¿No han leído esos países, corrijo: sus autoridades, la sentencia de la Corte Interamericana, “‘Niños de la Calle’ (Villagrán Morales y otros) vs. Guatemala”, que hace ya diecisiete años juzgó que el derecho fundamental a la vida comprende, no sólo el derecho de todo ser humano de no ser privado de la vida arbitrariamente, sino también el derecho a “una existencia digna”, y que los Estados tienen la obligación de garantizar la creación de las condiciones que se requieran para que no se produzcan violaciones de ese derecho básico?
La escisión entre derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales configura además, queridos jóvenes, un intencionado y taimado perjurio al principio de interdependencia e indivisibilidad de todos y cada uno de los derechos humanos, según el cual, y la realidad lo atestigua, es “imposible” el goce efectivo de los primeros sin el simultáneo goce efectivo de los segundos, siendo absolutamente válido el enunciado inverso.
Es asunto, luego, para todos, pero aún más para los actores del derecho, de no caer en la trampa de una (seudo) legalidad, travestida de “realismo”, “inevitabilidad”, “pragmatismo”, real-politik, entre otros disfraces arteros, los cuales no son sino elaboraciones de la mezquindad de algunos pocos, tendentes a debilitar o tranquilizar (corrijo: adormecer, envenenar) conciencias todavía desasosegadas ante el desconocimiento de la dignidad del prójimo.
Bienvenida sea la globalización o mundialización, si su objeto primero y principal es la globalización o mundialización de los derechos humanos, y no colmar el estómago de una crematística voraz e insaciable.
Y reparemos en este apunte, en momentos en que proliferan los tratados de libre comercio, que operan cual vampiros; las concesiones estatales a proyectos de extracción de recursos naturales, que dejan desiertos y venenos; los colosales endeudamientos externos, que sufren los de adentro…
Retengamos, también, otros principios del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Primero, de progresividad, el cual, por un lado, obliga a los Estados a proceder lo más expedita y eficazmente posible con miras a lograr la “plena efectividad” de los derechos económicos, sociales y culturales, y, por el otro, hace recaer una grave presunción de invalidez sobre toda medida tendiente a disminuir el grado de protección que aquellos hubieran alcanzado.
Segundo, de efectividad (effet utile): cuando los tratados de derechos humanos enuncian derechos, lo hacen para que estos sean efectivos, “no ilusorios”.
Tercero, pro persona, en sus dos vertientes. Por un lado, al exigir, en caso de concurrencia normativa, la aplicación de la norma más protectoria para el individuo, aun cuando ello conduzca a dar preferencia a la inferior en el orden jerárquico.
Al paso, que descarta que sea preciso elegir una cláusula y rechazar la otra, puesto que habilita a combinar y acumular todos los preceptos en juego a fin de reconstruir globalmente los derechos de los que la persona es titular.
Por el otro, al imponer al intérprete, si de derechos, libertades y garantías se tratara, el necesario seguimiento de la inteligencia más amplia, la que favorezca a la persona en mayor grado dentro de lo que la norma permita, y, opuestamente, de vérselas con normas que limitan o restringen derechos, lo compele a volcarse por la lectura más restringida, más estrecha.
Cuarto, de plenitud: la dignidad esencial de la persona se proyecta sobre un doble orden de aspectos centrales del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, los cuales, en concreto, son caras de una misma moneda.
De un lado, determina que el goce de todos los bienes, materiales o simbólicos, que resulten indispensables para su protección y realización en la existencia, constituya, sin más, un derecho, libertad o garantía humanas.
Y, del otro, establece que el contenido de estas últimas deba tener los alcances necesarios y suficientes para satisfacer los requerimientos a los que debe dar respuesta.
La dignidad esencial, en suma, es causa fuente de derechos humanos, con la totalidad e integridad que reclama su reconocimiento y protección.
A todo evento, he de destacar, jóvenes colegas, que los efectos de las normas de derechos humanos recaen sobre los Estados (efecto vertical), pero también sobre los seres humanos (efecto horizontal).
Agrego, entonces, a lo que ya he manifestado en torno de la fraternidad, que la recordada Declaración Universal manda que los seres humanos “deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”, y ello supone, al menos, que el comportamiento de los “unos” incluye el cumplido respeto de los derechos humanos de los “otros”.
Las personas jurídicas, desde luego, tampoco escapan, y con mayor razón aún, a estos efectos erga omnes.

IV
Permítanme a esta altura, jóvenes juristas latinoamericanos, una reflexión.
Existencialmente, mucho, muchísimo une a nuestros pueblos, y agregaría, con los Manseros Santiagueños o con Gabo: “desde siempre y para siempre”.
Es casa grande la nuestra, indudablemente. ¿Pero estamos haciendo de esa casa un hogar?
Sepamos, pues, y ahora tomo en préstamo palabras del Papa Francisco, sepamos, repito, que “nadie se salva solo”.
Y añado, de mi parte: el principio de fraternidad rige los vínculos entre los individuos, según lo hemos visto, pero también entre los países.
Lo contrario supondría que estos no se encuentran al servicio del ser humano, y que han traicionado la “concepción común”, el “ideal común”, bajo el cual, según la Declaración Universal, han resignificado su sentido y destino, al comprometerse con el aseguramiento “universal” de los derechos y libertades fundamentales del ser humano.
El Derecho Internacional de los Derechos Humanos, con evidencia, es un revulsivo de los egoísmos de la persona humana, al igual que lo es, en grado no menor, de los egoísmos de los Estados, de su atención desmedida al propio interés, sin cuidarse del de los demás.
¿Qué otra cosa, sino esta, habrá pretendido señalarnos la Carta de la OEA, con sus menciones a la cooperación y solidaridad “continental” o “interamericana”?

V
Y voy terminando, metáfora mediante. Después de todo lo que he expresado, creo que lo que nos comunica el terremoto, el feliz temblor y sus emergentes, resulta, en definitiva, menos una novedad que un recordatorio, pero imprescindible y oportuno en estas, ya largas, horas de tribulación.
Nos dice que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos obra como el brazo jurídico que estrecha a todos y cada uno de los seres humanos, ya abrazados, naturalmente, por su común e igual esencia.
Nos transmite, a voz en grito, que la dignidad humana y los derechos que se siguen de esta, se encuentran inscriptos antes que en los instrumentos legales, en la propia persona, de dignidad inherente y fraterna, a la que remiten.
Nos recuerda que esos derechos humanos solo serán realidad plena o algo más que tinta promisoria, ante la patencia de que su fundamento somos nosotros mismos, todos y cada uno de nosotros, y no la autoridad, enjundia, iluminación o voluntad de encumbrados legisladores o cavilosos hermeneutas.
La protección en la existencia de la dignidad esencial, pues, si algo reclama, perentoriamente, son seres humanos dispuestos a hacer de su carne y su conciencia, enteros testimonios de que la frente de la persona, de todas y de cada una, sin exclusiones ni distingos, lleva la impronta de su intrínseca, inherente dignidad, como miembro de la familia humana.
Develo, entonces, la esperanza que prometí al comienzo. No es otra, y supongo que  lo han intuido, que dichas carnes y conciencias sean las de Uds., jóvenes juristas latinoamericanos.
Que el saber jurídico, el que Uds. ya tienen, resulte, insisto, un saber liberador, una herramienta al servicio de la liberación de nuestras gentes y de nuestros pueblos, oprimidos, irredentos.
Bien entendido, eso sí, que liberar a otros es, a su vez, liberarnos.
Los abrazo fraternalmente, con otra esperanza: hasta pronto.

Rolando E. Gialdino
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