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Editorial.
El interpretativismo
Por Ricardo J. Cornaglia.

El sábado 26 de mayo último, el diario Perfil publicó un denso y extenso reportaje de ocho páginas, al Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, doctor Carlos Rosenkrantz, hecho por el director de ese matutino Jorge Fontevechia, titulado: “La Argentina no tiene futuro si no es capaz de vivir con las reglas que se da a sí  misma”.
Como acápite, se agrega: “El presidente de la Corte Suprema dice que la Argentina requiere mayor seguridad jurídica, que el derecho no puede ser usado como arma al servicio de intereses sectoriales o partidarios y que para impedirlo están los jueces”.
Si nos atenemos al tìtulo y acápite, pareciera que al final del reportaje, el titulador estaba aburrido y desencantado, al punto de que resumió con obviedades, el trabajo periodístico preparado con sumo esmero. Lástima, porque el interrogatorio demostraba particular conocimiento del derecho argentino.
Por amor al derecho, (no a la dogmática jurídica) y respeto  a las ciencias sociales y la filosofía, se nos ocurre indagar en una de las preguntas formuladas, su contestación y la importancia de la misma y el valor de lo que se pasa por alto.
La pregunta es: “A comienzos de los 50, el jurista Carlos Cossio creó una Escuela Argentina de Filosofía del Derecho, llamada Teoría Egológica, en oposición a la Teoría Pura del Derecho del jurista austríaco Hans Kelsen y sostiene que “todo lo que no está prohibido está jurídicamente permitido” ¿Cuál es su opinión sobre ambas teorías?”
Para quien hace tanto tiempo, pasó por las aulas de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Buenos Aires y fue como alumno testigo de la expulsión de Carlos Cossio, acusado por peronista (y ni siquiera lo era), resulta significativo e importante que en un medio de prensa escrita (cada vez venida a menos), de difusión masiva, tenga lugar la remembranza de un debate que se nos antoja, tenemos mucho que aprender.
Condenado al destierro capitalino Cossio y producido el reemplazo de su cátedra, se hizo de  Kelsen el nuevo dios del positivismo, en boga para entonces, asumiendo sus reemplazantes, el culto prolijo de las normas por todo tipo de poder establecido, con la excusa de un cientificismo que no resultó ser tal, si nos atenemos a los resultados.
El interrogatorio nos hizo rememorar el exilio intelectual de Cossio, que se refugió en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata. Y ese compañerismo intelectual que sentimos por ese reformista, derivó, en el trasiego  que dura más de medio siglo, renegando con el tomo de la editorial Abeledo-Perrot, de la segunda edición de “La teoría egológica del derecho y el concepto jurídico de libertad”. Un libraco al que estamos siempre repasando, que en sus 821 páginas, nos transporta a participar de la porfía del autor, empeñado en  demostrar que el cientificismo normativo, sucumbe ante el materialismo de la conducta humana fenomenológicamente reivindicada como la libertad conquistable, por una rama del saber que solo se justifica a partir del valor justicia, construido como concepto histórico sociológico. Una justicia tan simple concreta y accesible, como puede llegar a ser en un momento dado en una sociedad determinada, en la que el abuso del poder, siempre se refugia en el culto de la seguridad jurídica como excusa.
Pero si la pregunta nos sorprendió gratamente, la respuesta, en la que pusimos esperanza, nos defraudó. En ella  va implícito un ninguneo de Cossio y la escuela de filosofía del derecho argentina que creó, a mérito de invocarse el interrogado como un interpretativista más.
Perdió el magistrado la oportunidad de transitar por un viejo sendero, solo encontrado por baqueanos, capaces de andar por nuestros campos.
Entre Cossio y Kelsen, el bien formado Presidente de la Corte, acepta estar más cerca del austríaco que del argentino, sin más comentarios que le merezca ese pensador maldito de los nuestros, perseguido, desterrado de la academia. Su falta de real consideración es la que nos hiere, porque mantiene en el tiempo lo que consideramos una inequidad que debilita al saber jurídico y favorece engalanar al interpretativismo, del que se reconoce cerca el entrevistado, alejándose del proscripto.
La comparación a la que invita la pregunta es un envido no aceptado, cantando truco. El magistrado perdió un punto, para tratar de ganar otro. Esto es válido como táctica, pero se nos ocurre en nuestro empecinado respeto a Cossio, que para esa ocasión se trató de un error, porque se estaba en la segunda vuelta y catorce puntos tenía el envidante o porque, ante la teorìa egológica, el interpretativismo no deja de ser una bravata.
Interpretativistas también son los autores del Código Civil y Comercial, al punto de que a la hora de reformar, redujeron el papel de los principios generales del derecho, como fuentes normativas, al asignado en el art. 2, que conceptualmente es la obviedad de la vacua declaración de que las leyes deben ser interpretadas. Y atento a la derogación del Código de Vélez Sarsfield, se les resta el carácter de fuentes normativas. Los que es restar imperatividad,  en la hora del recogimiento de los principios generales de los derechos humanos y sociales en los Tratados Internacionales y en la Constitución que los realza. Si esos principios alcanzan importancia es por que son una fuente normativa capaz de desactivar las leyes y cualquier tipo de norma nacional que se les oponga.
En el reportaje, fue ignorado Cossio y reemplazado Kelsen, en un declinar en Ronald Dworkin, al que se lo relativiza, pero se tiene el mérito de reconocer como producto de una época de reformismo antisegregacionista.
Dworkin, en “Justicia para erizos”, la última de sus obras que conocemos, (tuvo  su primera edición en inglés aparecida en el 2011, dos años de su fallecimiento), es citado como el segundo autor estadounidense en el campo del derecho del siglo XX, dedicó un monumental esfuerzo por desentrañar la interpretación conceptual (la segunda parte de la obra se titula Interpretación y en tres capítulos, págs. 129 a 198 de la edición de Fondo de Cultura Económica, del 2014, México), procura por el laberinto de la gnoseología, reconciliar el derecho con la moral, realzando el papel de los principios, para dar a los jueces las herramientas que necesitan en la jurisprudencia anglosajona.
La bendita reconciliación, para Cossio siete década antes, desde su perspectiva que toda norma es conducta humana, ya estaba lograda.
La incoherencia de sentirse cercano a Kelsen e ignorar a Cossio, se agudiza, cuando se advierte, que pese a citarse a Dworkin y Nino, se deja de confrontar, en lo que se tiene el deber de lealtad de confrontar.
Cuando especialmente, nuestra versión local del interpretativismo, se lleva a cabo en la hora del teorema de Ronald Coase, (Nobel de economía), asumido por el derecho de los paìses centrales, inspirados en el vigor del pensamiento de Friedrick Hayek, Milton Friedman y el del pulcro Richard Allen Posner, juez de Chicago, fiel a la restauración neo conservadora, desde el primitivismo anglosajón.
Puede que el reporteado no se detuviera en el debate  por considerarlo superado por los tiempos. Que crea que nunca transitó por el derecho heredero del romano secular  y republicano, (no el de la decadencia justinianea).
Puede, que el asomarse a la ética en la hora de la conflictividad contenida, sea nada más que un reflejo de supervivencia profesional, ante el riesgo inminente.
¿Se puede vivir en una sociedad organizada sin seguridad jurídica?
Por supuesto que sí, pero no conviene. A menos que sea un experto pescador en mar revuelto. O ya tenga consolidado un poder de tal naturaleza, que la seguridad jurídica lo ayude a mantener incólume.
Y esto nos lleva a Hobbes, con su Leviatán (1651), que explica finalmente el rol del Estado como el de monstruo que aterra, que tiene por facultad esencial asegurar su tecnocrática existencia, con un derecho instrumental, del que se alimenta para subsistir. Y cuando se moderniza, se hace republicano, con división de sus propios poderes, pero soberano en la representación democrática y desconfiado y enemigo de los otros poderes que con él compiten, en esa desgarrada guerra larvada que es el choque de las civilizaciones, las naciones que en éstas se enrolan, las religiones y los poderes económicos autónomos.
Aterrados vemos que cierta seguridad jurídica, termina siendo pérdida de la seguridad soberana y desplazamiento al servicio de intereses económicos globales.
Porque estudiamos a ese pensador maldito y olvidado que fue Cossio y porque sabemos de la vacuidad del cientificismo de Kelsen. El autor de este editorial, como el Presidente de la Corte, algunos de sus colegas y la mayor parte de los jueces del país, se siente más cerca, de uno y más lejos de otros. Es cuestión de elegir.
En este caso, como hizo el sargento Cruz, elegimos sin asco, ni temor a perder. De frente al riesgo y sin querer dar miedo. Tenemos en claro que este editorial no se arroga la representaciòn de la abogacía argentina, ni de la FACA, ni siquiera del IDEL. Es simplemente quebrar una lanza, para recordar un pensador que en el campo rico de la filosofìa del derecho, expresa un intento libertario, que sabe que los jueces tienen por deber final, no interpretar, sino aplicar el derecho. Y que el derecho sólo tiene sentido en cuanto conducta humana que procura la libertad posible. Es una ardua lucha permanente. No una representación escénica.

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