El caso Orellano: Un regreso al siglo XIX - Revista La Defensa Nº XVIII Abril 2018

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El caso Orellano: Un regreso al siglo XIX
La Corte Suprema y la titularidad del derecho de Huelga.
Por Rolando E. Gialdino. 21 febrero, 2018
Introducción
La Corte Suprema de Justicia de la Nación (la Corte o el Tribunal) juzgó, en fecha reciente, por unanimidad, que la “normativa federal […] solamente confiere el derecho de declarar una huelga a las asociaciones profesionales”, por lo que negó que esa titularidad pudiera atribuirse a los trabajadores, informalmente agrupados. La normativa aludida, no fue otra que la Constitución Nacional (CN), el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), el Convenio Nº 87 sobre la libertad sindical y la protección del derecho de sindicación (Convenio Nº 87), la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el Protocolo Adicional a esta última en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Protocolo de San Salvador), y la Carta Internacional Americana de Garantías Sociales.
El litigio al que obedece este pronunciamiento, en cuentas muy resumidas, se había desencadenado con motivo de que el trabajador actor impugnó judicialmente el despido que le había dirigido su empleadora, empresa postal, por haber participado en la convocatoria y la realización de medidas de fuerza que “debían considerarse ilegitimas porque no contaron con el aval de los sindicatos que representaban al personal” (§ 1). Recordemos, además, que la Sala I, Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo, al confirmar la sentencia de la instancia anterior, había hecho lugar al cuestionamiento, disponiendo la reinstalación del actor, y el pago tanto de los salarios caídos desde el cese hasta la efectiva reincorporación cuanto de un resarcimiento por daño moral (§ 2). A tal fin, puntualizó que la titularidad del derecho de huelga reconocido por el art. 14 bis, CN, concierne al “gremio”, entendido como grupo de trabajadores de la misma actividad u oficio unidos por una causa. Asimismo, “frente al ‘interrogante de si el grupo colectivo debe estar formalizado como asociación sindical o si basta la pluralidad concertada’, se inclinó por la segunda alternativa haciendo suya la opinión reflejada en el dictamen del Fiscal General” (ídem). La Corte, por cierto, con arreglo a lo indicado al comienzo, dejó sin efecto el pronunciamiento del a quo.
Orellano, como habrá sido advertido, será el objeto de estudio de estas líneas. Con todo, puesto que se trata de un fallo que ofrece muy diversos costados, nos ceñiremos, por razones de espacio, al análisis, principal aunque no exclusivo, de las variadas técnicas discursivas y de los no menos variopintos procesos de interpretación que el Tribunal empleó (y, sobre todo, no empleó) en su malogrado afán por alcanzar una decisión fundada en derecho. Anticipamos, por lo pronto, que en determinados aspectos volveremos sobre consideraciones que ya habíamos expuesto para propiciar y sostener, ante el por entonces inminente dictado de Orellano, una solución opuesta a la que este terminó asentando.
Nuestro itinerario, previo considerar las pautas a las que la Corte sometió la inteligencia del art. 14 bis, CN, lo cual permitirá alumbrar posteriores reflexiones (1), se dirigirá, sucesivamente, hacia el PIDESC (2), el Convenio Nº 87 (3), la Convención Americana sobre Derechos Humanos (4), el Protocolo de San Salvador (5) y la Carta Internacional Americana de Garantías Sociales, acompañada de un instrumento ausente sin aviso: la declaración Sociolaboral del Mercosur (6). Por último, volcaremos algunas conclusiones (7).
1. Art. 14 bis, CN. El retorno de la Escuela de la Exégesis
A. No es nuestra intención ingresar en el examen del derecho de huelga en el seno de esta norma constitucional, por cuanto ya han corrido por ese cauce crespos ríos de tinta, que Orellano, lejos de calmar, agitará aún más. Sí, por lo contrario, desearíamos identificar algunos caracteres que perfilaron dicho examen en la causa, dado que, comparados con los divergentes que fueron impresos en orden a otros textos normativos, revelan, a nuestro juicio, el carácter sesgado que orienta todo el discurso del Tribunal.
B. Destaquemos, pues, primero, el fuerte, el irresistible atractivo que se despertó en Orellano por la Escuela de la Exégesis. Así, escalpelo en mano, diseccionó el cuerpo del art. 14 bis, atendiendo a las “tres mandas diferenciadas en cuanto al sujeto al que se procura tutelar a través de la ley y de la acción estatal”, a su “diseño”, a sus “bloques” (§ 8).
C. Segundo, ese emplazamiento en los quirófanos jurídicos del Siglo XIX, privó al Tribunal, lamentable pero necesariamente, de la disponibilidad del instrumental que había empleado en fechas cercanas a Orellano, cuando operaba sobre el corpus iuris de los derechos humanos, muy particularmente de los laborales. En un escenario decimonónico, so riesgo de incurrir en grave anacronismo, le fue impensable el uso de ciertos principios y pautas de interpretación que solo consideraría constitucionales, además de “arquitectónicos” y “fundamentales”, a partir de bien entrado el Siglo XX. Entre otros, dos principios, de aplicación más que inexcusable en Orellano:
a. pro persona, en sus dos vertientes: (i) la que impone, ante la concurrencia de normas –¡y vaya si la hubo en Orellano!– escoger la que confiere mayores derechos, garantías y libertades a la persona humana, cuando no, llegado el caso (v.gr. Orellano), tomar los aspectos más favorables de cada una de las primeras, para reconstruir globalmente los derechos de los que la persona es titular, y (ii) la que reclama, a la hora de la interpretación normativa, elegir, necesariamente, en materia de derechos, la inteligencia que proteja en mayor medida a la persona humana, y, en punto a restricciones a esos derechos, la lectura más estrecha; y
b. de opción preferencial o de justicia social: “la justicia en su más alta expresión”, y que “consiste en ordenar la actividad intersubjetiva de los miembros de la comunidad y los recursos con que ésta cuenta con vistas a lograr que todos y cada uno de sus miembros participen de los bienes materiales y espirituales de la civilización”; es la justicia por medio de la cual se consigue o se tiende a alcanzar el “bienestar”, esto es, “las condiciones de vida mediante las cuales es posible a la persona humana desarrollarse conforme con su excelsa dignidad”. Con base en ello, pero solo desde 2004, el Tribunal proclamó repetidas veces que el trabajador es “sujeto de preferente tutela constitucional”.
D. Ni hablar en esas impolutas salas de operaciones, desde luego, salvo agravio irreparable al Decano Aubry, “que lo importante es no ceñirse a rígidas pautas gramaticales sino computar el significado profundo de las normas, pues el cometido judicial no concluye con la remisión a la letra de estas, toda vez que los jueces, en cuanto servidores del derecho y para la realización de la justicia, no pueden prescindir de la ratio legis y del espíritu de aquellas”. Menos aún pudo ser siquiera imaginada, en medio de tamaña asepsia, por un lado, la exégesis “sistemática o universalista”, la cual esclarece las normas con la luz del “muy comprensivo corpus iuris con jerarquía constitucional, proveniente del Derecho Internacional de los Derechos Humanos”. Y, por el otro, la exégesis evolutiva: la CN (i) no debe ser interpretada “sólo históricamente, sin consideración a las nuevas condiciones y necesidades de la comunidad”, porque “por naturaleza, tiene una visión de futuro, está predestinada a recoger y regir hechos posteriores a su sanción”; (ii) este “avance de los principios constitucionales […] es la obra genuina de los intérpretes; (ii) su “interpretación auténtica” “no puede olvidar los antecedentes que hicieron de ella una creación viva”; (iii) cabe admitir que las “transformaciones” en la sensibilidad y en la organización sociales coloquen bajo la protección constitucional “situaciones que anteriormente se interpretó que no requerían su amparo”; (iv) “[s]i las normas jurídicas, en general, y las constitucionales, en particular, pueden superar el horizonte histórico en el que nacen, ello es porque el contenido que tienen en el momento de la sanción se distingue de las ideas rectoras que las impregnan, ya que éstas poseen una capacidad abarcadora relativamente desligada de las situaciones particulares que les dieron origen”.
E. Fue perentorio, asimismo, para que cada miembro o “bloque” se mantuviera en su lugar y no cayera sobre otro en una suerte de prolapso, negar toda técnica que admitiera, p.ej., “una proyección del principio protectorio del trabajo y del trabajador proclamado expresamente por el artículo 14 bis [primer bloque], hacia el universo de las relaciones colectivas laborales [segundo bloque], en el cual, por ende, también impera la regla de que el trabajador es sujeto de preferente tutela constitucional”.
F. Finalmente, los cirujanos no pudieron parar mientes, quizás por alguna emanación de éter o de cloroformo, en que su entusiasmo desmembrador envolvía una tensión, una contradicción inocultable, que prenunciaba y programaba una vuelta al quirófano, pero a fin de una necropsia: para que viva el derecho (de huelga), es preciso sacrificar la libertad (de asociación).
Retomaremos estos aspectos más abajo (7).
2. Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC)
A. El reconocimiento que hizo el Tribunal del PIDESC se exhibe, sin dudas, incoherente con el que había practicado sobre la anatomía de art. 14 bis, CN. Del descoyuntamiento de este último en “mandas” y “bloques” (supra 1), Orellano pasó, para el art. 8.1, PIDESC, súbita e inexplicadamente, a una mera palpación: este precepto, comprobó a simple tacto, “después de enumerar los derechos que los Estados partes se comprometen a garantizar en relación con la fundación, la organización y la actividad de las asociaciones sindicales, consagra expresamente ‘el derecho de huelga’ (inc. d)” (§ 12). Claro está que, de haber persistido, como la coherencia lo exigía, en las incisiones, no habría podido válidamente sostener lo anterior, toda vez que las “mandas”, el “diseño” y los “bloques” del art. 8.1, precedentemente reproducido, son, a ojos vistas, muy otros. Comienza por “[e]l derecho de toda persona a fundar sindicatos y a afiliarse al de su elección […]” (inc. a); prosigue con el “derecho de los sindicatos a […]” (incs. b y c), y finaliza, sin mencionar sujetos, con “[e]l derecho de huelga” (inc. d). En otros términos: si hubiera sido fiel a las maniobras quirúrgicas que realizó con el art. 14 bis, el Tribunal se habría topado con el mismo tipo de dato que aquel al que había concedido importancia decisiva en orden a esa norma constitucional, pero, infortunadamente, de signo opuesto. En efecto, insistimos, el art. 8.1, PIDESC, no incluyó el derecho de huelga en los incisos b o c (“bloques”) que contienen el catálogo de los derechos relativos a los sindicatos. Por lo contrario, lo ubicó en un “bloque” aparte (inc. d) y, reiteramos, sin mención de sus titulares. Luego, se proyecta, necesaria y primariamente, al modo de cualquier tratado de derechos humanos, como “derecho de toda persona”, más allá de que también lo haga como “derecho de los sindicatos”.
Bien dice, pues, M. Craven, prestigioso analista del PIDESC, que a pesar de que el derecho de huelga es ejercido generalmente como una forma colectiva de acción tomada por los sindicatos, ha sido enmarcado como un derecho individual en el PIDESC. La postura de B. Saul, D. Kinley y J. Mowbray, no es menos concluyente, acotando que, con arreglo a la cobertura del art. 8, PIDESC, los Estados están obligados a garantizar “a toda persona” el derecho a la huelga.
B. En estas condiciones, nada favorable le aporta a Orellano memorar que el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Comité DESC), ha reconocido el derecho de huelga en cabeza de los sindicatos (§ 12). Las Observaciones finales de ese órgano que cita la Corte, i.e., las relativas a Burundi y a Kazajistán, no expresan y ni siquiera sugieren, que ese reconocimiento recaiga de manera exclusiva en aquellas entidades gremiales. La cuestión litigiosa era esta, no aquella.
C. Con todo, esas referencias muestran un dato de relevancia no menor: la Corte indagó en el Comité DESC, al cual, ahora sí con acierto, consideró el “intérprete autorizado del Pacto en el plano internacional” (§ 12). Por ende, se torna azas sugestivo que, con motivo de ese examen, el Tribunal no se hubiese anoticiado de que el Comité DESC, p.ej., en las Observaciones finales: El Salvador, bajo el intitulado “Derecho de huelga”, tras reiterar “su preocupación sobre las restricciones impuestas al ejercicio del derecho de huelga”, procedió a recomendar al Estado “que tome las medidas necesarias para asegurar que todos los trabajadores puedan ejercer su derecho a la huelga, como se establece en el artículo 8 del Pacto”. Durante esta pesquisa, añadamos, tampoco pudo desencontrarse con la oportunidad en que el Comité DESC, previo expresar análoga “preocupación”, exhortó al Estado parte “que considere la posibilidad de modificar el Código del Trabajo y el Código Penal para que todos los trabajadores puedan ejercer su derecho a la huelga, en particular en los sectores del transporte ferroviario y aéreo y del petróleo”. En esta línea, además, debió haberse cruzado con las Observaciones finales correspondientes, v.gr., a Bulgaria, a Canadá, a Eslovaquia, a la Federación de Rusia.
D. Pero, suma y sigue: las averiguaciones de la Corte en el presente terreno, también han pasado por alto que “[l]los artículos 6, 7 y 8 del Pacto son interdependientes” y que “[l]a calificación de un trabajo como digno presupone que respeta los derechos fundamentales del trabajador”. Cuesta entender este atlético salto, pues las entrecomilladas son palabras del Comité DESC, escritas en su Observación general n° 18. El Derecho al Trabajo (2005, § 8), antecedente al cual, por lo demás, la Corte ya había concedido generosa plaza en su repertorio. Y no pongamos a un lado, de nuestra parte, que los indicados arts. 6 y 7, contienen derechos de “toda persona” (al trabajo… a condiciones de trabajo equitativas y satisfactorias…). Además, el Tribunal, en esta pesquisa, debió haber tenido a la vista la “Observación general n° 23 sobre el derecho a condiciones de trabajo equitativas y satisfactorias (artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales)”, que distingue claramente “los derechos sindicales, la libertad de asociación y el derecho de huelga” (§ 2).
3. Convenio Nº 87 sobre la libertad sindical y la protección del derecho de sindicación (1948)
A. Extrañezas no menores que las anteriores muestran las consideraciones de la Corte en torno del Convenio N° 87. En efecto, Orellano entiende que este último “aunque no menciona expresamente el derecho de huelga, sí consagra el derecho de las ‘organizaciones de trabajadores’ y de empleadores ‘de organizar su administración y sus actividades y el de formular su programa de acción’ (art. 3) y establece como objeto de dichas organizaciones ‘fomentar y defender los intereses de los trabajadores o de los empleadores’ (art. 10). Con apoyo en estas disposiciones –continúa– dos órganos instituidos para el control de la aplicación de las normas de la OIT, el Comité de Libertad Sindical y la Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones han dado un amplio reconocimiento a este derecho considerándolo como un corolario indisociable de la libertad de sindicación” (§ 11). Este pasaje pretende asentarse en la cita con la que concluye: “Bernard Gernigon, Alberto Odero y Horacio Guido, Principios de la OIT sobre el derecho de huelga, Oficina Internacional del Trabajo, Ginebra, Edición 2000, pág. 8”.
Hemos dicho que la Corte “pretende”, con la intención de subrayar que lo querido, en definitiva, no fue logrado o correspondido, aunque sí lo contrario, y en un punto vital. Esto es así, por cuanto lo que los nombrados autores expresan en el lugar citado, es que “[a] partir de estas disposiciones [Convenio N° 87, arts. 3 y 10] dos órganos instituidos para el control de la aplicación de las normas de la OIT, el Comité de Libertad Sindical (desde 1952) y la Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones (desde 1959), han reconocido en numerosas ocasiones el derecho de huelga como derecho fundamental de los trabajadores y de sus organizaciones […]”.
B. El serio desapego del Tribunal hacia su fuente empeora, a su vez, en la medida en que la emisión que hemos acabado de destacar, atestigua un hecho del todo acreditado. Ya en nuestro artículo recordado al comienzo, habíamos puesto de relieve, primero, que el Comité de Libertad Sindical tenía afirmado que “[e]l derecho de huelga es uno de los medios esenciales por los cuales los trabajadores y sus organizaciones pueden promover y defender sus intereses económicos y sociales”. Y, segundo, que por esa proclamación, tal como lo notó K. Ewing, dicho Comité había revestido a los dos sujetos, los trabajadores y sus organizaciones, con el derecho de huelga.
Puesto que el Tribunal, para el orden de ideas que veremos en el literal siguiente, hizo pie en la obra La libertad sindical. Recopilación de decisiones y principios del Comité de Libertad Sindical del Consejo de Administración de la OIT (§ 11), bien pudo (rectius: debió) haberse detenido en la página anterior a la que atendió, en la cual se reproduce la mentada doctrina del Comité de Libertad Sindical, i.e., que “ha reconocido siempre el derecho de huelga como un derecho legítimo al que pueden recurrir los trabajadores y sus organizaciones en defensa de sus intereses económicos y sociales”; “que el derecho de huelga de los trabajadores y sus organizaciones constituye uno de los medios esenciales de que disponen para promover y defender sus intereses profesionales”.
C. La remisión anterior apunta al traslado que realiza la Corte de otro pasaje de la antedicha obra de 2006: “el Comité [de Libertad Sindical] ha dicho que ‘no parece que el hecho de reservar exclusivamente a las organizaciones sindicales el derecho de declarar una huelga sea incompatible con las normas establecidas en el Convenio núm. 87’”. Empero, también en este particular, de un modo semejante a lo que hemos supra observado (A), llama la atención, y con creces, que la copia haya, por así decirlo, censurado la emisión que seguía inmediatamente: “[a]unque es preciso, sin embargo, que los trabajadores, y en particular los dirigentes de los mismos en las empresas, estén protegidos contra eventuales actos de discriminación a consecuencia de una huelga realizada en dichas condiciones […]”. Frente a ello, no es digresión alguna tener presente que el actor había invocado que su despido configuraba un acto discriminatorio con arreglo a la ley 23.592, circunstancia anotada por la Corte (§§ 1, 2 y 3) para luego desatenderla, no obstante que ese cuerpo legal es de carácter federal.
D. Más todavía; aun cuando se admitiese, a despecho de lo ya indicado (B), que el Convenio N° 87 reconoce solo a las organizaciones sindicales la atribución de disponer medidas de fuerza, según lo juzga la Corte con cita de Lee Swepston (§ 11), causa un renovado desconcierto, a esta altura ya constante, que aquella, reincidente al fin, hubiese acallado el comienzo del párrafo que contiene tal aserto, en el que este autor expresa: “¿Quién tiene derecho a hacer huelga? Tanto los trabajadores como sus organizaciones lo tienen […]”.
4. Convención Americana sobre Derechos Humanos
A. El Estado argentino, en el decir de Orellano, asumió, ante la Convención Americana sobre Derechos Humanos, “el compromiso de adoptar providencias para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos que se derivan de las normas sociales contenidas en la Carta de la Organización de los Estados Americanos (art. 26); y en el art. 45, inc. c, de la referida Carta se indica que ‘los empleadores y los trabajadores, tanto rurales como urbanos, tienen el derecho de asociarse libremente para la defensa y promoción de sus intereses, incluyendo el derecho de negociación colectiva y el de huelga por parte de los trabajadores, el reconocimiento de la personería jurídica de las asociaciones y la protección de su libertad e independencia, todo de conformidad con la legislación respectiva. Como se puede observar –finalizó– el reconocimiento del derecho de huelga se encuadra en una norma claramente alusiva a la libertad de asociarse para la defensa y promoción de los intereses profesionales” (§ 12).
Ahora bien, y puesto lo que sigue algún transeat mediante: ¿qué corolario se sigue de ello? Planteamos la pregunta, porque el trozo copiado, que contiene todo cuanto expresa Orellano en punto a la citada Convención Americana, se abstuvo de conclusión concreta alguna. Su redacción resulta, si se quiere, no menos “claramente alusiva”. Pareciera insinuar que el derecho de huelga, por estar enunciado en un “bloque” que reconoce la libertad de asociación de los trabajadores, no es propio de estos sino solo de aquella, la asociación. Sin embargo, esto aparejaría, entre otros bemoles, una rematada inconsecuencia, por cuanto en el citado art. 45.c falta un elemento esencial, vale decir, el “renglón seguido” que sí contiene el art. 14 bis, lo cual determinó que en este “[n]o resulta lógico admitir [que] la misma norma otorgue de modo indistinto” la titularidad de adoptar medidas de acción directa tanto a las organizaciones como como a simples grupos informales (§ 8).
Sospechamos que, por el carácter oblicuo que preside Orellano, de ser admisible una actio popularis de aclaratoria, igualmente se vería desestimada por ser la sentencia “suficientemente clara”. Solo quedará esperar, pues, la fijación de fecha para una nueva autopsia (supra 1, F).
B. Súmese a esta luctuosa comprobación, el notable menosprecio que reitera Orellano, en su lectura del varias veces indicado art. 45.c, del principio pro persona (supra 1, C), y su desdén por consolidar el “régimen de libertad personal, fundado en el respeto de los derechos esenciales del hombre”, que se propone la Convención Americana sobre Derechos Humanos, conforme su Preámbulo (primer párr.). Cuanto más, añadiríamos sustitución de por medio, “que los derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de ser [miembro de un sindicato] sino que tienen como fundamento los atributos de la persona humana” (ídem, segundo párr.). Tampoco pongamos a la vera que la Organización de los Estados Americanos (OEA), según nos lo comunica su Carta, fue creada por Estados “[c]onvencidos de que la misión histórica de América es ofrecer al hombre una tierra de libertad y un ámbito favorable para el desarrollo de su personalidad y la realización de sus justas aspiraciones” (Preámbulo, primer párr., itálicas agregadas).
5. Protocolo de San Salvador
A. El estudio, por así calificarlo, del Protocolo de San Salvador, solo insumió, nuevamente, una mera y fallida palpación, que se registra en apenas cinco renglones de Orellano. “[C]ontiene –dijo– una disposición de idéntico tenor a la precedentemente referida en su art. 8° titulado ‘Derechos Sindicales’” (§ 12, itálica agregada). Dado que lo “precedentemente referido” fue el art. 45.c, Carta, OEA, se vuelve arduo, al menos, detectar en qué consistiría la predicada identidad.
B. Pero, ese desliz no es lo único reprobable; tampoco lo más enfadoso. Ocurre que el art. 8.1 cit., sí exhibe, en cuanto a su estructura y contenido, una semejanza con el art. 8.1, PIDESC. Ello no es casual, desde luego, a poco que se repare en que este tratado regional tuvo la finalidad, inter alia, “de reafirmar, desarrollar, perfeccionar, proteger y consolidar en América, los derechos económicos, sociales y culturales fundamentales ya reconocidos en anteriores instrumentos internacionales, tanto de ámbito universal como regional”. En consecuencia, el laconismo y la superficialidad de la Corte, entrañan, sin atenuantes posibles, una nueva y lamentable repetición del empleo zigzagueante e interesado de las pautas interpretativas, de su paso inexplicable del arte quirúrgico al de la cosmética, que ya hemos comprobado y criticado a propósito de la última norma citada (supra 2, A).
6. Carta Internacional Americana de Garantías Sociales y Declaración Sociolaboral del Mercosur
A. La Carta Internacional Americana de Garantías Sociales, para Orellano, “alude genéricamente a la huelga sin diferenciar los aspectos individuales y colectivos del ejercicio de tal derecho” (§ 13). El aserto luce, con largueza, asombroso, por insostenible y merecedor, no sin lenidad, de un reproche “idéntico” al que hemos vertido hacia el cierre del punto precedente (supra 5, B), el cual reenvía a otro anterior. Baste y sobre con decir, para ello y para una sentencia amante de la anatomía de las normas, que esa Carta Internacional, en un artículo (“bloque”), 26, trata los “Derechos de Asociación”, y solo en otro, 27, el “Derecho de Huelga”. Y si hace esto último, es para prescribir, con buena prosa jurídica, i.e., concreta y sencilla, sin exornación ni artificio: “[l]os trabajadores tienen derecho a la huelga”.
B. Ante ese contenido y estructura, nos preguntamos: ¿puede pedirse algo más claro y terminante?, ¿dónde está alojada la “imprecisión” mentada por la Corte (§ 13)?, ¿cómo es posible aseverar, sin más, que la Carta “inmediatamente después de referirse al derecho de sindicación señala[], sin aclaración alguna, que ‘los trabajadores tienen derecho a la huelga’ (cfr. arts. 26 y 27)” (§ 13, itálicas agregadas)?
C. A todo evento, nuevos y necesarios interrogantes hacia un pretorio que, de cara a la prescripción “[l]os trabajadores tienen derecho a la huelga”, se sintió conmovido por imprecisiones, ausencias de claridad, alusiones genéricas e indiferenciadas: ¿por qué relegó al olvido su precedente Ascua, nada distante en el tiempo, para el cual “[l]a Carta de garantías sociales tuvo por objeto ‘declarar los principios fundamentales que deben amparar a los trabajadores de toda clase y constituye el mínimum de derechos de que ellos deben gozar en los Estados Americanos, sin perjuicio de que las leyes de cada uno puedan ampliar esos derechos o reconocerles otros más favorables’ (art. 1, itálica agregada)”. ¿Por qué no apagó los sentimientos que lo embargaban con el principio pro persona (infra 1, C), o con una inteligencia acorde con el objeto y fin de esa Carta, que ya le adelantaba Ascua? Sea como fuere con ello, imperioso es iterarlo, el cuerpo estaba presto para las disecciones al uso, aun cuando, de respetar su contextura (supra A), aquellas hubieran conducido al resultado contrario al que Orellano ambicionaba llegar, a toda costa.
D. Pero lo anterior no es todo. El Tribunal, de haber reparado en la Declaración Sociolaboral del Mercosur, de 1998, tal como le era debido pues había acudido a aquella en sostén de numerosos pronunciamientos, también se habría dado cuenta de dos circunstancias. Primero, para dicha Declaración, la citada Carta Internacional integra, junto con otros instrumentos internacionales, el “patrimonio jurídico de la Humanidad”, con el cual los Estados parte “están comprometidos”.
Segundo, pero redondamente definitorio: para dicha Declaración “[t]odos los trabajadores y las organizaciones sindicales tienen garantizado el ejercicio del derecho de huelga” (art. 11, itálica agregada). Más todavía; para desasosiego (¿o sosiego?) del bisturí, este enunciado también conforma un inequívoco “bloque”, pues está separado de los relativos a la “Libertad de Asociación” (art. 8), a la “Libertad Sindical” (art. 9) y, sobre todo, a la “Negociación Colectiva”, que contrasta muy oportunamente con la redacción del primero, en cuanto menciona que “[l]os empleadores o sus organizaciones y las organizaciones o representaciones de trabajadores tienen derecho a negociar […]” (art. 10, itálicas agregadas).
7. Conclusiones
A. Pesar los fundamentos de Orellano, después de todo cuanto hemos venido analizando, solo mueve, pero fuertemente, el fiel del estupor. Incurre, sin rebozos:
a. en un menosprecio generalizado de principios arquitectónicos y fundamentales del Derecho Internacional de los Derechos Humanos constitucionalizado –ya recibidos y amonedados por la propia Corte– principalmente los que rigen la interpretación de sus normas, entre otros: pro persona (supra 1, C); exégesis sistemática o universalista, y evolutiva (ídem, 1, D), de obrar sinérgico, en sentido progresista; opción preferencial o justicia social: “el trabajador –insistimos– es sujeto de preferente protección constitucional” (ídem, 1, D), incluso en el campo colectivo (ídem, 1, E); preeminencia del objeto y fin de los tratados de derechos humanos (ídem, 6, C ) y, para ello y para otros esclarecimientos, atender a sus preámbulos (ídem, 4, B; 5, B); buena fe; efectividad (effet utile): cuando se enuncian derechos humanos, se “lo hace para que estos sean efectivos, no ilusorios”;
b. en una reincidente desestimación de toda coherencia discursiva, notable, en especial, por la intermitencia con que aplica las pautas de interpretación normativas, ora unas, ora otras, según el resultado al que condujeran;
c. en una infidelidad hacia las fuentes en las que dice abrevar.
B. Pero hay un desdén mayor, pues recae en un principio mayor, principa maxima: la dignidad de la persona humana, en momento alguno pronunciada en Orellano (¡!). ¿A qué desván gatero mudó la Corte su doctrina, según la cual, “[e]l ser humano es eje y centro de todo el sistema jurídico y en tanto fin en sí mismo –más allá de su naturaleza trascendente– su dignidad intrínseca e igual es inviolable y constituye valor fundamental con respecto al cual los restantes valores tienen siempre carácter instrumental”?, ¿en qué rincón del Palacio de Justicia emparedó aquello de que en “la dignidad humana reside el centro sobre el que gira la organización de los derechos fundamentales de nuestro orden constitucional”?. Desprecio de la dignidad, cuando precisamente esta “se relaciona con el trabajo en términos ‘naturalmente entrañables’”; cuando la relación laboral se “distingue de manera patente de muchos otros vínculos jurídicos, puesto que la prestación de uno de los celebrantes, el trabajador, está constituida nada menos que por la actividad humana, la cual resulta, per se, inseparable de la persona humana y, por lo tanto, de su dignidad”.
C. Asimismo, mediante estas malas artes, el Tribunal violó, hizo trizas la calza, el cliquet que el principio constitucional de progresividad pone detrás del grado de protección alcanzado internamente en materia de derechos humanos, y que tiene como deliberado propósito invalidar toda medida estatal –entre estas, naturalmente, las sentencias– de sentido regresivo. Principio “que ha desterrado definitivamente interpretaciones que conduzcan a resultados regresivos” en materia de derechos humanos. La Escuela de la Exégesis, además, valga el excurso, nos sitúa muy cerca del Código Penal francés de 1810, y su delito de coalición obrera.
D. Este plexo, esta red, esta telaraña de ausencias presentes, de presencias ausentes, de omisiones, de incoherencias, de tergiversaciones y de desaires, revela, por su común sesgo, el hueso y el tuétano, la ideología que caracteriza el pensamiento de Orellano, no extraña –la sincronía lo manda– a la atmósfera que imponía la Primera Revolución Industrial. La Corte, en breve, desconoció que el de huelga fuese un “derecho humano”, un derecho de la persona humana, expresión esta que, al igual que dignidad humana, no mencionó ni por asomo (¡!). Peor aún; si con algunos calificativos coloreó su tarea desde el comienzo, fueron rayanos con la demonización de la huelga, por (i) “obstaculizar el normal desarrollo de las actividades de producción de bienes o de prestación de servicios”, (ii) “perjudicar” o “afectar” no solo al “empleador”, sino también a “los intereses de los destinatarios de dichos bienes y servicios, es decir, de los consumidores o usuarios”, (iii) “provocar” una “evidente tensión con el ejercicio de los derechos del empleador (libertad de comerciar, de ejercer toda industria lícita, etc.), y con derechos de terceros o de la sociedad (de transitar, de enseñar y aprender, a la protección de la salud, a la adquisición de bienes para una adecuada alimentación y vestimenta, a que se asegure la calidad y eficiencia de los servicios públicos, etc.) que también cuentan con protección constitucional” (§ 7).
Pintura gastada, mohosa la de Orellano, además de tendenciosa. El pincel no registró, entre muchas otras comprobaciones, que el derecho de huelga resultó y resulta un instrumento sin el cual sería más que dudoso poder “civilizar el liberalismo económico”; que su ejercicio ha servido de “derecho a la transformación del derecho”, dando nacimiento a derechos sociales fundamentales que, posteriormente, se extendieron al conjunto de la población. Ocultó que el poder de retraer su labor es para los trabajadores, lo que para el empleador (libertad de comerciar, de ejercer toda industria lícita, etc.) es su poder de retraer o parar la producción, de cambiar sus propósitos, de transferirla a lugares diferentes; que un sistema legal que suprime la libertad de huelga pone a los trabajadores a merced de sus empleadores, y que “[e]sto es, en toda su sencillez, la esencia de la cuestión”. Más que pintura, una mueca o caricatura de la “libertad contra la opresión” que le garantiza al trabajador la CN.
E. A curioso destino despachó la Corte al derecho de huelga. Inherente, como todo derecho humano, a la persona humana y, por ende, inalienable, terminó viéndose judicialmente enajenado. Y no sin sacrificio, ciertamente, de la libertad de asociación.
Orellano: “cui bono?”.
F. Sin embargo, resulta innecesario juzgar intenciones. Es suficiente decir, con todo respeto pero también con todas las letras, que Orellano, objetivamente considerado, incurre en un apartamiento palmario de la solución jurídica prevista para el litigio, en una decisiva y absoluta carencia de fundamentos, en una solución basada en la voluntad de los jueces y  contra legem, en un exceso del límite de interpretación posible, en una derivación no razonada del derecho vigente, en afirmaciones dogmáticas, por solo parafrasear las fórmulas tradicionales con las que la propia Corte, cuando lo estima apropiado, descalifica sentencias de los tribunales inferiores en grado, con base en la doctrina de la arbitrariedad.
G. Abundan, pues, las “argumentaciones” que “contradicen” a Orellano, las cuales, según la Corte, necesita verter quien pretenda “desentenderse” de la fuerza moral que emana de sus pronunciamientos y del deber de someterse a sus precedentes. Sobre todo cuando, sin verter argumentación alguna, la propia Corte fue la desentendida de sí misma.
H. Quede en pie, por último, frente a tanto estrago, una esperanza: que el Tribunal revise la doctrina de Orellano, o, en subsidio, que esa labor sea cumplida por otros estrados, pues están abiertas las puertas, al menos, del Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos y del Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.


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