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Editorial.
La luz al final del túnel
Por Ricardo J. Conaglia

Para la democracia la alternancia en el poder de la administración pública es una posibilidad virtuosa de corregir errores y enderezar el rumbo cuando los gobiernos los cometen. Sanciona al autor del error y promete la enmienda del mismo.
Que los gobiernos que supimos conseguir han tenido errores garrafales es para la opinión pública aceptado.
Las elecciones presidenciales del mes pasado han plasmado un cambio votado como mandato y obligación de cumplir con lo comprometido en la campaña y apoyado por la mayoría del electorado.
En medio de una crisis socio-económica grave, la promesa de cambio, esperanza. Reiteradamente se la describió como una luz al final del túnel.
El presidente electo demostró ser en sus ofertas el más vigoroso y creíble de los candidatos, haciendo de su falta de experiencia en la gestión del poder público un mérito. Interpretó hasta donde llegó el hastío a la población y demostró su capacidad de organizar desde magras, pero jóvenes estructuras de militancia, un signo favorable para construir esa esperanza electoral.
Ahora ha llegado el momento de la gestión. La prueba de la verdad.
La hora de los intentos de reforma. Cuando los hechos superan a los discursos.
Todo cambio acarrea costos que soportar por la sociedad que se compromete. Deben ser soportados, asimilados como una apuesta a mejorar el futuro.
No le será fácil al responsable de la administración enfrentar los cambios ministeriales y las burocracias instaladas y poderosas, afianzadas, dúctiles para supervivir aún en circunstancias de cambios tan profundos como los que vivió el país cuando el partido militar ejerció sus dictaduras. Subsistieron y acumularon fuerzas en el libre juego de la democracia y se fortalecieron no solo en el aparado del Estado. Lo hicieron hasta en el propio seno de los partidos políticos.
En el aparato del Estado Nacional y los Estados Provinciales, la tercerización y privatización de ciertas  funciones de la administración, lejos de debilitar sus fuerzas las incrementó en todo aquella que es la incumbencia de lo público. Estamos pagando caro algunas de las privatizaciones incluso de sectores como los propios de la explotación de las riquezas naturales.
No está dentro de la incumbencia del presidente como máximo responsable de la administración pública, cambiar la gestión propia de los poderes judicial y legislativo. Y los vicios propios de la burocratización manifiesta en la gestión de esos poderes republicanos es manifiesta y compite en degradación como las de las administraciones de nuestras provincias y municipalidades que el federalismo constitutivo necesita y sobre las cuales se asienta. Tampoco éste es el coto de caza del presidente de la Nación y para incursionar en ellos, lo haría violando la Constitución Republicana y Federal.
Ello no es su incumbencia conforme a derecho, en una República como la nuestra, connatural a la existencia política de la Nación, que surgió generosa, sembrando libertades por la patria grande, sin aspiraciones imperiales y haciendo del liberalismo la virtud superadora del colonialismo.
Nuestra criolla República parte de respetar la división de los poderes y estos pasan a existir como la sociedad se los merece. Cada vez que esa regla dejó de ser respetada, toda la arquitectura constitucional adoptada se transformó en una farsa liberal, para dar turno a los golpes de estado que en vano remedan revoluciones. Ellas, pocas veces han tenido lugar en forma trascendente en la historia de las civilizaciones. La única de las nuestras, se dio en 1810 y sigue inmadura, rompiendo lazos de dependencia internacional y en lo interno, aprendiendo el difícil arte de gobernar a un pueblo libre e indócil, amante del igualitarismo. Crisol de razas.
En una sociedad constituida jurídicamente como en un Estado Constitucional Social de Derecho, que es una confederación de provincias, que a su vez enarbolan banderas de autonomías municipales, los límites de lo que puede hacer un presidente, cualquier presidente, incluso aquellos que estaban sentados sobre las bayonetas, son manifiestos y la limitación alcanza al presente. Son límites no solo constitucionales, sino también lógicos, racionales, solo desafiados por los estúpidos o los falsarios.
Desde el punto de vista ideológico, el triunfo electoral en la carrera presidencial ha sido calificado por la oposición en general, como propio de una corriente neoliberal en auge, que tiene parangones cotejables en otras naciones.
Creemos que para la política y su construcción cultural la tipificación crítica del liberalismo en la forma en que se la viene planteando desde derechas e izquierdas, es confusa y lleva a errores. Consideramos incurso en esa confusión al presidente en ejercicio, que hace mérito de su liberalismo al punto de declamar a los gritos y con carajos su libertariedad, neologismo usado para calificar una burda apropiación del anarquismo. Ayuda a confundir y disimula verdadera cara de la corriente ideológica que con propiedad debe ser considerada el neo conservadorismo. Para los poco amigos de las constituciones liberales remozadas por los derechos sociales y humanos, el neo conservadorismo, que propulsó a Thatcher y Reagan para citar a los más trillados, se trata de la revolución neo conservadora. En ellos la esperanza toma la forma de la utopía.
Cuando la oscuridad reina, la llama de la utopía da sentido, es necesaria, pero no un milagro.
Aquellos que creen que la reconstrucción de la República Argentina y sus instituciones será milagrosa poco aportarán a lo que la sociedad necesita.
El reformismo neo conservador y el socialista, tienen los mismos límites jurídicos que respetar, en el orden interno y en el nacional. Por supuesto que la propiedad es uno de ellos, pero es la propiedad con función social la que debe ser resguardada. Claro que la libertad tiene sus límites y no solo económicos, de información o tránsito, en cuanto a la llamada dolarización o el Banco Central. En la gestión de los tres poderes del estado, esos límites responden a la construcción doctrinaria del abuso.
Cuando se tiene noción de lo dicho, la luz al final del túnel, sirve para honrar y leer la inteligencia del programa constitucional, en clave de derechos humanos fundamentales. Pero no hay ciego peor que el que no quiere ver.
Para ello resulta conveniente cavilar sobre el mito de la caverna, una alegoría sobre el conocimiento, significante del pensamiento de Platón, expuesto en la República (año 380 a. C.), en la que el ser humano encadenado dentro de una caverna desde su nacimiento, lo único que ve son sombras reflejadas en la pared, pensando que esa es la realidad.
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